Capilla Saint Lucas, Inglaterra
ANA
Posó un paño húmedo en la frente de Kiel, la fiebre no disminuía y el pobre ángel temblaba a más no poder. Ana sabía que él existía desde los inicios del universo, pero viendo su rostro juvenil de cabellos cobrizos que caían desordenados por la almohada, a ella solo le pareció un jovencito en sus veinte, tratando de aferrarse a la vida.
Acababa de terminar con Finn, y aún le restaba Naciel. El sonido de pasos acercándose le indicó que Melezel venía con las vendas limpias que Kiel necesitaba. Cuando lo oyó lo bastante cerca detrás de ella, extendió una de sus manos hacia atrás sin voltearse, esperando recibir las vendas. Cuando los suaves lienzos fueron depositados en su mano derecha, Ana le agradeció al ángel.
—Oh, gracias, Melezel, solo me resta cambiar el vendaje de su pierna.
—De nada, princesa, pero yo no soy Melezel —oyó a sus espaldas y su corazón pareció detenerse en su pecho.
Exhaló la angustia que portaba muy adentro y cerró los ojos aliviada.
Ana se giró despacio, el tiempo parecía ir más lento, estar rezagado. Hasta que no se topó con los ojos celeste verdosos de Thomas, creyó que el sonido de aquella voz sedosa podía ser solo un producto de su imaginación, pero al verlos, sus temores vestidos de duda cayeron al piso como un castillo de naipes soplado por el viento.
—Thomas —pronunció con voz temblorosa antes de echarse a sus brazos embargada de una incrédula felicidad.
«¿Cómo es posible? ¿Cómo pudo saber mi ubicación?»
No importaba darle lugar a tales cuestionamientos cuando, apoyada en su pecho, oía de nuevo su corazón.
—Te extrañé tanto —gimoteó, vertiendo de sus ojos ríos de añoranza.
Thomas la abrazó con toda esa ternura infinita que siempre le demostraba.
—Ana —susurró en su oído—. Nunca te dejé, me llevaste contigo al irte. Pobre yo que me quedé aún sin mí, y solo con la promesa dulce de volver a verte.
Ana sonrió al escucharlo y, alejándose solo un poco, lo miró a los ojos.
—¿Así que ni el Apocalipsis mismo puede quitarte lo romántico?—le preguntó con absoluta dulzura.
Él solo encogió un poco los hombros al mismo tiempo que sonreía.
—Pues si vamos a morir, ¿por qué no morir amando? —le respondió y aquello fue demasiado para ella.
Le buscó los labios, rosados y finos, imprimiendo en ellos un beso azucarado, largo y delicado. El beso duró hasta que la falta de aire no les permitió continuar, sin embargo, sus miradas continuaron besándose, la miel de ella y la celeste de él, formando juntas un firmamento acaramelado.
—¿Me amas mucho, Thomas? —le preguntó, aunque sabía que sí, pero había otras razones para su pregunta.
—Sí, mucho —le respondió él y dejó un beso breve en su boca.
—¿Mucho, mucho, mucho? —insistió Ana.
Thomas la miró extrañado y una vez más volvió a confirmarle su enorme afecto.
—Sí, Ana, muchísimo... ¿por qué lo preguntas?, ¿acaso no te lo he demostrado lo suficiente?, porque si tienes incertidumbre en cuanto a mi sentir, no dudaré en manifestártelo de todas las maneras que pueda.
Ana sonrió para sí, lo estaba llevando en la dirección deseada.
—Uhm, lamento decirte que no alcanza.
La consternación en la clara mirada de Thomas fue más que evidente. Por un momento se sintió malvada.
—¿No?, pero, ¿por qué? —balbuceó obviamente nervioso.
Ana tomó su rostro entre las manos, era alto, así que tuvo que ponerse de puntillas.
—Porque todo el amor que puedas darle a una persona ya no alcanza para mí —le dijo mirándolo con amor—. Porque ahora somos dos.
Thomas la miró con el gesto fruncido mientras meditaba en sus palabras. Un brillo que comenzó en sus ojos e iluminó en segundos todo su rostro, reveló su comprensión. No dijo nada, solo la alzó en brazos y llenó de besos su rostro, mientras reía sin parar.
Cuando la dejó en el suelo, sus labios volvieron a encontrarse, esta vez en un beso distinto a cualquier otro que se hubieran dado antes. Este beso decía lo que las palabras no podían expresar, era el del amor desbordado, que anegado y rebosante, llenó tanto el corazón de Ana, que fluyó de él hacia su vientre, colmando también aquella diminuta vida que no paraba de crecer.
Capilla Saint Lucas, Inglaterra
FINNIEL
Abrió los ojos lentamente, acostumbrándolos de a poco a la luz del sol que destellaba entre las cortinas de aquel pequeño cuarto. Reconoció al instante aquella figura alta y estilizada que estaba mirando por la ventana, moviendo sus alas plateadas en forma involuntaria.
Su cabello castaño, que corto caía de un lado, tapaba su perfil, pero Finniel supuso que estaría enojado.
Trató de sentarse en la cama sin lograr su propósito. Lo que sí logró fue alertar, por el quejido que se le escapó, a Uriel, quien se dio la vuelta y lo contempló con preocupación.
—Al fin despiertas —le dijo con una minúscula sonrisa—. ¿Cómo te sientes?
Finniel se acomodó despacio en la cama, quedando en una posición semisentada. Uriel se acercó y situó una almohada detrás de él.
—Bien —respondió a su anterior pregunta—, aunque aún creo sentir el ardor de los aceros de Hariel en mis entrañas.
Uriel negó con la cabeza y acercó una silla para sentarse a su lado.
—Ayudé un poco —le informó—, usé mi don de sanación contigo mientras dormías, y ahora voy a emplearlo en los guardianes que te quedaron. La mortal, creo que se llama Ana, y Melezel estaban haciendo un buen trabajo cuando llegué, pero con vendas y antisépticos no iban a lograr mucho más.
Finniel estaba avergonzado, sabía que Uriel le había advertido, no tenía cómo excusar su temperamental conducta.
—Te lo agradezco sinceramente —le dijo. Su voz un tono más baja—, aunque sé qué has venido a decirme, y tienes razón.
Uriel sonrió, y se le marcaron dos hoyuelos en las mejillas.
—¿Sí? —inquirió—, ¿y qué podrá ser eso?
Él rio un poco (no mucho, porque aún dolía).
—Te lo dije —dijo intentando imitar su voz y su postura.
Ahora le tocó el turno a Uriel de reír.
—Creo que no hace falta decirlo —admitió a medias—, pero me conoces bien y pasó por mi cabeza, ¡Ay, Finniel, no debiste hacerlo!, Hariel pudo haberte matado.
Finniel bajó la cabeza antes de seguir hablando.
—Lo sé, lo sé, fui orgulloso. Lo lamento tanto por los míos, supongo que no es justo que yo haya sobrevivido.
Uriel puso una mano en su hombro y Finniel al percibir su gesto de comprensión alzó la mirada.
—Lo sabes tan bien como yo, esos misterios están escondidos en la voluntad del Padre; alguna causa tendrá para permitir sus muertes y tu vida. No te atormentes con ello y recuerda que tres de los tuyos aún necesitan tu guía.
Finniel asintió y tragó el nudo de angustia que se había formado en su garganta. Le alegraba que Uriel estuviera ahí, pero se preguntaba cómo había logrado encontrarlo.
—¿Cómo supiste donde estaba?, sé que no te lo dije en el Nido.
Uriel encogió levemente los hombros.
—Fue Masriel quien me guio hasta ti. Él tiene ese don, ¿no recuerdas?: el de intuir esencias. Lo envié como corresponsal a las demás legiones en los cinco continentes. En dos días marcharemos a Israel y le haremos frente a Luzbell antes de que emprenda su ataque a los Cielos.
Esta noticia tocó la vena combativa de Finniel quien se irguió en su postura.
—Muy bien, creo que ya es hora de marcarle los límites.
Uriel se puso de pie y caminó hacia la puerta, pero antes de llegar volvió sobre sus pasos.
—Hay algo más —empezó—, mientras convalecías llegó una querubín con un mensaje del Padre para la llave. Vino con un mortal, esposo de la que te cuidó.
—¿En verdad... dijiste un querubín? —corroboró Finniel, creyendo haber entendido mal.
—Una querubín —lo corrigió Uriel—, y sí, por lo que me dijo se lo entregó un serafín en las montañas suizas, es un rollo, uno que además le indica la posición de la llave... ¿sorprendido, no?, creo que sus arcángeles y ángeles ya le hemos dado suficientes decepciones, por eso utilizó esta vez a una pequeña querubín sin alas, una muy decidida y valiente debo decir.
Finniel pensó en esto, y este pensamiento lo llevó directo a Ziloe.
—Supongo que así debe ser —coincidió—. Uriel, él se la llevó, Hariel se llevó a Ziloe. Me desespera no saber cómo está.
Uriel entornó los ojos y Finniel intuyó lo que le iba a decir. —Sé eso, pero lo que no sé es si tu desesperación es solo por su bienestar o por lo que piensas que pudiera estar haciendo con él.
Finniel bufó y masculló su nombre con molestia.
—Hariel, ese bastardo.
—Cuida tu vocabulario ángel de Dios —lo reprendió Uriel como hacía siempre—. No es su culpa que las féminas de todas las razas lo amen y si lo ama tu “misión” no debería enfadarte tanto. Pero claro está, ella es más que eso para ti, ¿no es así?... Finniel, cuando esto concluya no vas a poder volver o por lo menos yo no creo que puedas. Entregaste tu cuerpo a la pasión carnal por ella... tu santidad y pureza han sido corrompidas.
—Lo sé —contestó él. Esta vez no había señal alguna de vergüenza—. Y está bien, prefiero una vida limitada y mortal a su lado, que toda una eternidad sin ella.
Uriel suspiró, sus ojos color avellana lo miraban con empatía.
—Querido amigo mío, te has dejado enlazar por las cuerdas del amor humano cuando nuestra alma angelical ha sido diseñada para deleitarse solo en el amor fraternal y en la devoción al Padre. Pero bien, no voy a juzgarte, sabe Dios que estar mucho más tiempo del debido aquí, también ha comenzado a afectarme.
Finniel se rio un poco. No creería eso ni en un millón de años. Uriel era incorruptible.
—Debería verlo para creerlo —le dijo mientras él volvía a caminar hacia la puerta. Cuando llegó abrió, pero antes le dio un último consejo.
—Descansa y recupérate de tus heridas. No tragues ansias ni amargura, pues tenemos una gran batalla por delante y te necesito fuerte para ella. Y por último, Finniel...
—¿Sí? —preguntó él, y Uriel le respondió antes de irse.
—Te lo dije.