En el refugio de sus alas

Capítulo veintiuno

Gran Sinagoga de Jerusalén, Israel

LUZBELL

Miles habían sido convocados para presentarse al amanecer. Los de esa nación y también los representantes de cada embajada.
A Luzbell no le extrañaba su poca resistencia. El agente común y persuasivo era el terror:  sus inmundos, su ejército, sus poderes unidos y desatados los hacían invencibles a sus ojos. El único y omnipotente que podía librarlos les hacía sufrir su silencio, él no conocía la causa, pero fuera cual fuese aprovecharía la inacción del todopoderoso para seguir avanzando.
Las pérdidas materiales y humanas habían sido cuantiosas, devastadoras, mucho más terribles de lo que los pobladores de la tierra podían soportar, por eso le entregaban el mundo en bandeja de plata, y claro estaba, él no lo iba a rechazar.
Por eso en esa tarde y en aquel templo de adoración tan significativo como majestuoso, él, la serpiente antigua, había reunido a sus caídos para darles a conocer los pasos que debían seguir. Había elegido el lugar de culto para apostarse junto a los suyos. Luzbell estaba delante, en el altar, en una mesa de pupitre colocada sobre una plataforma, sus caídos en la primera fila de asientos esperando por sus palabras. El gran candelabro dorado producía un leve tintineo en sus cristales de siete lámparas, y la luz a través de los vitrales iluminaba todo y a todos.
Él tomó la palabra.
—Mis valiosos caídos, esta primera parte de nuestra estrategia ha sido consumada con éxito. Les he dado mis felicitaciones personalmente, pero ahora lo haré en público. Abdi-Xtiel, tus inmundos fueron nuestra carta ganadora, Lumiel, el fuego del cielo le puso el sello a nuestra victoria. Siriel, Graciel, Qirel, Yasiel, y... diría Hariel, pero aún no ha llegado, cada uno en su responsabilidad fue preciso, contundente y acertado. Me enorgullecen.
»Ahora bien, esto es solo parte de nuestra orquestada venganza. Los amados hombres de barro del Padre se pudren en las aceras, la creación que con tanto amor forjó se cae a pedazos. Pero ahora nos toca librar la verdadera gran guerra, una similar a la que perdimos hace eras, con la diferencia de que esta vez la balanza esta inclinada a nuestro favor.
Yasiel, que entre todos los presentes era lo más cercano a parecerse a un demonio; con su rostro cubierto de anillos de acero encarnados, ojos blancos sin iris, y una armadura negra con picos en los hombros y en la espalda, se puso de pie y levantó la voz.
—Te hemos seguido desde el principio. Desde el vergonzoso destierro y durante el confinamiento en las regiones celestes. Nunca hemos levantado nuestra voz en tu contra, pero ahora tan cerca de la confrontación final con los Cielos, hablo por todos al decir que nos sentimos algo turbados al pensar que toda nuestra estrategia está basada en una mujer; en una mortal con lealtad cuestionable.
Lo dudoso de su aseveración irritó a Luzbell. Sintió que la sangre de sus venas tomaba temperatura y que sus músculos se crispaban. No era paciente y detestaba que lo contrariaran.
—Entiendo sus inquietudes. Las comprendo bien, el hombre nos ha traicionado siempre, desde aquella primera vez en el huerto. Y así como Eva me señaló ante el Padre aquel día, maldiciéndonos con el exilio a las regiones celestes, así también existe la posibilidad de que la llave repita el acto de su predecesora y nos traicione. Por eso, y aunque guarde con cierto recelo esta información, les diré que he previsto esto. Ella debe estar segura y sinceramente entregada a nuestra causa para que sea oída su petición de entrada, que también es la nuestra, no obligada ni amenazada.
»Por esto busqué durante años algo tan efectivo como oculto para torcer su voluntad, si es que esta quiere sublevarse. Algo que ya es parte de ella y que el Padre no podrá cuestionar... pues como todos saben, él es verdadero y justo.
Al terminar él, otra caída se puso de pie, era Lumiel, la única arcángel femenina creada, una hechicera poderosa y fría, de cabello rojo brillante y alas de murciélago que se movían inquietas mientras hablaba.
—Mi Señor (obra de Siriel), necesitamos saber qué es eso que desviará o canalizará la voluntad de la llave. Este conocimiento nos fortalecería, reforzaría en gran manera nuestra credibilidad. Pues con tantas derrotas, no voy a mentirte, ha menguado mucho.
«Quejas y más quejas, malditos monigotes faltos de fe. ¡Ojalá pudiera prescindir de todos ustedes!»
—Lumiel —la llamó mirándola con intensidad—. Al exponer mi secreto este estaría en peligro. Lo siento, mis feroces y letales guerreros, pero temo no poder saciar esa necesidad. Solo les pido que mantengan su fe solo un poco más, y verán lo que han esperado por tanto. Al Reino de los cielos derrotado, y uno, el nuestro, levantándose poderoso en medio de sus cenizas.
Luzbell siempre les recordaba el premio como a niños pequeños. Le habían sido fieles, pero a veces llegaba a detestarlos.
Los ojos de todos estaban en él. Esa última promesa flotaba encendida en el aire.
—¿Lo creen? —preguntó en un bramido que traspasó los muros sagrados.
Un sí firme, potente y sonoro salió del templo de Dios y su eco resonó extendiéndose por toda Jerusalén.




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