En la cima del cielo©

Introducción

♪ Daughtry - What about now? 

«Mi abuela tenía una teoría muy interesante; decía que todos nacemos con una caja de fósforos adentro, pero que no podemos encenderlos solos. Necesitamos la ayuda del oxígeno y una vela. En este caso el oxígeno, por ejemplo, vendría del aliento de la persona que amamos; la vela podría ser cualquier tipo de comida, música, caricia, palabra o sonido que engendre la explosión que encenderá uno de los fósforos. Por un momento, nos deslumbra una emoción intensa. Una tibieza placentera crece dentro de nosotros, desvaneciéndose a medida que pasa el tiempo, hasta que llega una nueva explosión a revivirla. Cada persona tiene que descubrir qué disparará esas explosiones para poder vivir, puesto que la combustión que ocurre cuando uno de los fósforos se enciende es lo que nutre al alma. Ese fuego, en resumen, es su alimento. Si uno no averigua a tiempo qué cosa inicia esas explosiones, la caja de fósforos se humedece y ni uno solo de los fósforos se encenderá nunca.»

 

Aquel fragmento se encontraba escrito en las hojas amarillentas de un diario juvenil, uno que encontró guardado en una caja dentro del sótano de su antigua casa. Al principio pensó que todo debía ir a la basura ¿qué habría importante dentro de ella? Pero el pequeño gusanito que tenía en su interior la tentaba, como si él supiera algo que ella también, aunque lo hubiese olvidado.

Sacudió de la tapa el polvo que se había acumulado con los años; sacó objetos que la hicieron sonreír como cuando pequeña, que le aceleraban el corazón de la emoción que le daba el ver que treinta años no pasan en vano. No se sentía vieja, estaba en plena edad de adultez, pese a que millones de sueños siguieran casi intactos.

Tomó entre sus manos una cajita musical que al abrirla emanaba una canción lenta, de esas que escuchaba cuando necesitaba un poco de tranquilidad. La dejó abierta en el suelo mientras continuaba sacando cosas del baúl de los recuerdos; entonces vio ese pequeño cuadernillo en forma de libro, los estampados florales le hicieron recordar de qué se trataba.

Cuando cumplió ocho años su abuela se lo obsequió, era sumamente especial no solo por el valor afectivo que le significaba, sino porque le había hecho la ferviente promesa de que nunca dejaría que el tiempo hiciera realidad su más grande miedo: que le hiciera olvidarla. El diario quedó guardado en un rincón, pero nunca arrancaría de su memoria el amor que sentía por la mujer que le mostró lo encantador que podía ser tener príncipes fuera de los cuentos.

Tras abrir su diario una pequeña flor roja cayó de entre sus páginas, todos estos años había fungido como el marcapáginas de una parte muy especial en su vida. Alba recordó alguna vez haber leído aquella frase en un libro, no sabe dónde ni mucho menos la fecha exacta, solo puede rememorar la persona que se lo mostró, aquella que cambió su mundo por completo mostrándole que las más bellas emociones se encuentran en algún tipo de arte, ya sea en cuadros o escritos, ella los plasmaba dentro de esas melodías que se hacían sonar en su hermoso violín.

Tenía veinte años cuando lo conoció. Era mayor que ella, no dos ni cinco años, doce para ser exactos; sin embargo, el amor no se mide en edades ni mucho menos en cantidades, no tiene una manera de valuarse, pero sí de demostrarse y ellos lo vivieron mucho tiempo atrás.

Siete años habían transcurrido, seguramente ahora estaba a miles de kilómetros del lugar donde todo ocurrió la primera vez, quizás jamás volvería a verle, mas quería recordar lo bello que fue encontrar al príncipe de su propia historia.

David fue ese hombre que le mostró emociones plasmadas en libros, quien cultivó en su interior sentimientos sin saber cómo podría expresarlos, fue algo más allá de una simple definición de amor, porque, simplemente, entre ellos no podrían jamás explicar lo que sentían.

Así, entonces, Alba revivió aquella idea de los fósforos, recordaba ya haberlo sentido y jamás querer salir de ese pequeño trance de euforia que le sigue. Pero todo lo bonito tiene fecha de caducidad, quizás la suya había llegado y por eso sus cortas relaciones terminaban en desastre, porque el amor no fluctúa, simplemente se queda en un solo lugar por más que lo quieras negar.

 

David, por su parte, aún pintaba lienzos que colgaba en su taller porque, de un tiempo acá, se había vuelto tan temeroso de no ser lo suficientemente bueno en algo que, por estúpido que sonara, amaba con todo su ser.

Una docena de sus cuadros se basaban en un único rostro, en lugares que llevaría presente para toda su vida, en historias que no se cansaría de contar. Plasmaba sentimientos, emociones, recuerdos en simples rectángulos de tela con acuarelas y óleos, aunque aquellos donde ella aparecía habían sido pintados con lápices, con fondos blancos y delineados negros. El color escaseaba en ellos.




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