Berlín. 1930
Greta no hablaba con nadie y no miraba a los ojos, como le había enseñado fräu Helmann. En cambio, pensaba. A Hilma la habían encontrado cuando se escapó. Estaba cerca del río Elbe intentado huir del país, si acaso eso fuera posible. La reprimenda que recibió de la señora Helmann le había quitado toda idea de repetir la hazaña. Pocos días después, se había ido a trabajar como sirvienta a la casa de una señora en el centro de la ciudad. Cuando alguien se iba, nadie volvía a saber de ellos. Los muchachos, escuchó Greta una vez, iban a trabajar en el ferrocarril o al campo. Las muchachas se iban a limpiar o a las casas donde debían trabajar sin ropa, recibiendo dudosos caballeros en sus habitaciones.
El destino de Greta estaba marcado desde su nacimiento, aunque ella no lo sabía. Tenía diez años y eso ya era ser mayor en el mundo del que provenía. Ser mayor era una condena. Después de la conversación con herr sir que había escuchado a medias, solo podía sentir que la mejor opción era huir.
Era marzo de 1930 y el en Berlín, tanto como en Nueva York, París y Londres, se sucedían enfrentamientos sangrientos por el Día Mundial contra el Hambre. Las razones venían de larga y de corta data. De larga, las consecuencias de la Gran Guerra del 14. De corta, la caída de la bolsa de Wall Street (Nueva York) en el Viernes Negro. Este quiebre económico afectaría a los Estados Unidos y los países europeos. Entre ellos, especialmente a Alemania, cuya economía estaba desestabilizada por los costos de reparación y las deudas contraídas tras el tratado de Versalles. Como consecuencia, para 1932, Alemania llegaría a seis millones de desempleados. En este momento de la historia, una niña pobre sentada en un andén público era imagen de todos los días.
Por eso estaba ahí sentada, con las medias gruesas caídas sobre los zapatos rotos y el abrigo emparchado. Nadie se acercaba a ella porque ni aún con esos rulos rubios y las mejillas sonrosadas podía inspirar solidaridad. Este era un país donde la mayoría de la gente era rubia y los niños de la calle, que eran numerosos, se parecían todos a Greta.
A veces alguien desentonaba. Se inmiscuía entre la gente y se confundía entre los abrigos remendados y las botas sin brillo. Entonces de a poco, sin que nadie lo notara, tomaba una moneda de este bolsillo y otra de aquel. Lo suficiente para lograr un buen capital sin que el hurto fuera notado. Después de todo, incluso entre la gente más pobre, alguien podía perder una moneda sin querer.
Nadie sentía esas manos ágiles como aves de presa. Nadie excepto una pequeña sentada en el centro de la estación, con las manos en la barriga y las piernas flacas colgando del banco. Ella miró por primera vez a alguien a los ojos y fue a él. Tenía los ojos más negros que podría haber visto en toda la tierra. Eran carbón. Y carbón parecía que tiznara sus mejillas blancas. Debajo de la gorra gris, el cabello rubio como el de Greta.
—¿Eres una niña de fräu Helmann? —Se acercó el desconocido a la niña—. ¿Fräu Aartz? ¿Fräu Graf? —Recitó una retahíla de nombres. La niña lo miraba con grandes ojos celestes y las manos aún sobre el estómago—. ¿Hablas?
Para responder que sí lo hacía, movió la cabeza en forma afirmativa en lugar de usar palabras. Greta estaba asustada y hechizada por esos ojos negros rasgados.
—Así que sabes hablar. Me alegro. ¿Tú cómo te llamas? Cuéntame.
—Greta —la voz le salió en un hilo, con el tono tan bajo como ella misma.
—Bien, Greta, tienes hambre. ¿Buscamos algo para comer?
Era cierto, tenía hambre. Se había sentado allí desde el amanecer hasta ese momento, que eran las dos de la tarde. Nadie había reparado en ella y ella no se había animado a acercarse a nadie. Nadie excepto ese Dieb de ojos negros y sonrisa agradable, que era mejor que nadie.
El muchacho se levantó y le hizo seña de que se quedara allí. Entonces fue hasta el puesto de una señora y consiguió un pan con queso. Greta lo vio todo y se dijo que era mejor que nada, cuando el estómago ya pedía alimento.
—Toma, Greta. Come.
El muchacho guardó las manos en los bolsillos, donde tintineaban las monedas robadas. Se dio cuenta que la niña oía el ruido y agregó:
—Este es un secreto entre tú y yo. ¿Es un trato?
La extendió la mano sucia. Greta se la miró y pensó que ese muchacho debía lavarse. Y se preguntó si llegaría a estar tan sucia si se quedaba a vivir en la calle.
—Anda. ¿Tenemos un trato?
La niña mordió el pan y aseveró con un movimiento de la cabeza. «Sí».
—Señor —a Greta no se le ocurría otra forma para llamarlo—, ¿a dónde va la gente que no tiene a dónde ir?
—Em… A veces vuelve al lugar de dónde se fue. Esa a veces es la opción más inteligente.
—¿Los que no son inteligentes a dónde van?
Greta se dijo que era capaz de pasar por tonta con tal de no ir a la casa de herr sir. Además, estaba el tema del lenguaje, que ella no había aprendido a usarlo hasta recién cumplidos los cuatro años.
—Los que no son inteligentes son libres, van y vienen a dónde quieren.
—A dónde yo quiera, ¿puede ser aquí contigo?
El muchacho, que no conocía el calor de una familia, sopesó la idea de adoptar una hermana menor. Se dijo que podría traerle beneficios, aunque todavía no se le ocurría ninguno.
Cuando cayó la noche, el ladronzuelo tomó la mano de la niña y la guio por un pasillo que rodeaba la estación. Ella no tenía miedo, solo cansancio. Él no sentía cansancio, solo miedo. Ambos se preguntaban qué nacería de aquella relación basada en la desesperación. Él esperaba encontrar una pequeña familia. Ella esperaba lo mismo.
El frío entraba por los resquicios del cielorraso. Movida por el instinto, Greta se acercó al muchacho y se dejó abrazar por él. Él sentía que abrazaba a la pequeña hermana que le habían arrebatado a edad temprana, para entregarla en adopción. Se imaginó que todo volvía a él en la forma de esa pequeña rubia de mejillas sonrosadas.