Berlín. 1935
Greta vivía en una burbuja irreal gracias al esfuerzo diario de Luther. Él rescataba dinero y compraba comida que llevaba a casa, como todo hombre. Ella se ocupaba del hogar: el espacio de dudosa confortabilidad que se encontraba bajo la cúpula de la estación de trenes de Pankow-Heinersdorf, en el barrio pobre de Pankow.
Sorpresivamente, nadie había ido por allí a buscar a la niña. Ni siquiera cuando ella afirmaba que un tal herr sir ya había pedido por ella. Sin embargo, en lugar de pensar en hechos que probablemente no habían sucedido ni serían parte de su historia, se ocupaba de hacer del lugar donde vivían un espacio confortable para Luther.
A veces, durante la noche y cuando el sereno de la estación estaba dormido, Greta tomaba la ropa de Luther y la propia y la enjabonaba y escurría en los lavabos para los pasajeros. Luther le conseguía ropa conforme iba creciendo, aunque a veces fuera de niño.
Un año como cualquier otro, en un día de julio, Greta anunció que cumplía los quince años. Luther, que no veía más que a una niña, se asustó. Recordó las charlas que la señora que lo había criado tenía con las muchachas de la casa y supuso que era hora de que Greta tuviera una referente femenina con quien hablar.
Claro que eso significaba salir de la seguridad de las estaciones. Deberían adentrarse en la ciudad, en los lugares a donde prefería ir solo para cuidar de aquella a quien llamaba su hermanita.
—Luther me ha dicho que son hermanos. Veo el parecido en el cabello, aunque sus ojos sean tan distintos: la luz y la oscuridad —la hermana Henrietta sonrió a Greta.
Los hermanos Pankow se habían aventurado seis estaciones en tren hasta la plaza Alexanderplatz, en el centro de la ciudad. Allí funcionaba un merendero del Ejército de Salvación que se había instalado durante la guerra y había sobrevivido a base de bocas hambrientas por la falta de trabajo. Además tenían un ropero comunitario, de donde Luther había estado rescatando ropa a lo largo de los cinco años que había vivido con Greta.
—Pues, sí. Somos hermanos aunque nuestros ojos sean distintos. Yo no veo oscuridad en los suyos, veo fuego. El fuego quema y deja todo negro. Así son sus ojos.
La hermana Henrietta sonrió. Sabía que no eran hermanos de sangre pero al parecer habían creado un vínculo tan estrecho como el de la sangre.
—Greta, es hora de que salgas al mundo alguna vez. Luther me ha contado su preocupación de que seas una muchacha retraída por su causa. Él mismo reconoce que ha sido demasiado protector contigo.
—Yo no quiero otra vida más que la que tengo. Soy feliz.
—No digo que no seas feliz. ¡Claro que lo eres! Vives con un hermano que te adora y estás solo para él. Solo te quería proponer esto: ¿te animas a ayudarme en el merendero? No todos los días, pero puedes turnarte con otras voluntarias. Realmente necesitaríamos de tus manos y creo que podrías hacer algunas amigas por aquí.
Greta se lo planteó profundamente. Tanto que hizo el viaje de vuelta a la estación Pankow con los labios formando un puchero y con el entrecejo formando una V. Luther, quien la conocía bien, no quería interferir en sus cavilaciones. Esa noche se fueron a dormir en un silencio que solo rompieron para desearse las buenas noches. Como era la costumbre, Greta se acostó primero, luego Luther extendió una manta sobre ambos y la abrazó. Greta no durmió hasta que hubo resuelto que era hora de conocer más gente que Luther, aunque él sería siempre su persona favorita en el mundo, el que conocía y el otro que estaba más allá.
El viernes 18 de enero de 1935, en los planes de estudio de la carrera de Derecho se introdujeron dos asignaturas sobre las bases raciales de la ciencia. Ideas sobre la superioridad racial se iban desplegando en la sociedad y entre las casas de altos estudios. Era invierno y al merendero, seguía llegando la gente a abastecerse de un plato de sopa y un trozo de pan. Su única comida caliente del día. Greta se había hecho cargo del ropero, de donde lograba hacer surgir pantalones, sacos y vestidos como un hada madrina. Tan inmersa estaba en su tarea que había comenzado a hacerse amiga de las sirvientas en las zonas vecinas: ellas le conseguían ropa que sus amos ya no querían, pero también alimentos a escondidas.
Las otras voluntarias eran hijas de familias de clase media. Ninguna conocía la procedencia de Greta, no más que la hermana Henrietta. Todas suponían que era hija de una familia pobre, y ella no lo desmentía. Después de todo, bien se podía considerar que la familia que conformaba con Luther era de naturaleza pobre.
Muchas veces, Greta se juntaba a hablar con alguna sirvienta que traía algo para donar y se imaginaba que esa era la vida que le estaba destinada.
—Yo las veo y agradezco no tener su suerte. ¿Eso está mal? —Hablaba Greta con la hermana, de quien se había hecho amiga—. No puedo evitar pensar en mi buena suerte. Yo soy libre.
—Greta, que tú no elijas esa vida, no significa que sea mala. Solo es distinta. Muchas muchachas seguramente no la han escogido, sino que les ha sido impuesta. Sin embargo, muchas otras agradecen tener una cama abrigada y ropa limpia al final del día. ¿Puedes culparlas por ello?
La hermana Henrietta dejaba a la muchacha pensativa. Su elección de vida había surgido de la falta de otras oportunidades, pero no por ello podía arrepentirse. No desdeñaba aquello que su suerte y su Luther le habían entregado. Pero a veces, en la oscuridad y el frío del cuarto bajo la cúpula de la estación Pankow, se imaginaba que tenía diez años otra vez e iba a la casa de herr sir a trabajar. Inmediatamente quitaba esa imagen de su cabeza, pues ello implicaría no conocer el calor de los brazos de Luther. Entonces dormía en medio de esa nube de niebla que entraba suavemente por la ventana, húmeda y densa. Dormía abrazada a quien todavía consideraba su hermano mayor.