En la ciudad de fuego

5. La separación

Berlín. 1935

 

«Corazón a Dios, mano al hombre», Greta había aprendido a escribir algunas consignas de la Biblia y del Ejército de Salvación. También el nombre de Luther y el suyo propio. El año pasaba entre idas y vueltas entre Alexanderplatz y el hogar en Pankow. Había conseguido de un vestido largo que vestía su figura estilizada de mujer. Al principio, su hermano había estado en contra de que lo usara, ya que prefería verla vestida con ropa de muchacho. Pero el trato asiduo con las demás muchachas del merendero daba sus frutos: Greta se estaba convirtiendo en una jovencita más femenina cada día. Incluso había empezado a peinar su cabello como las demás voluntarias, cabello que lavaba con asiduidad y una pastilla de jabón blanco en los lavabos de la estación de trenes.

Luther miraba a Greta y se rehusaba a creer que fuera la pequeña niña que había rescatado de un futuro de hambre y frío cinco años atrás. Ahora era una jovencita con ropa limpia que no perdía oportunidad para asearse antes de sus viajes al centro. Sus cabellos caían como una cortina de rayos de Sol en todos los tonos del rubio que pudieran existir. Sus ojos celestes brillaban y su piel, otrora blanca, ahora tenía el color de aquellos que pasean al aire libre. Mientras él debía mantenerse sucio y desarreglado para pasar desapercibido, Greta brillaba cada día más. Como hubo dicho la hermana Henrietta una vez: eran la luz y la oscuridad.

Luther miraba a Greta y ya no encontraba en ella la niña de diez años. Un día cualquiera, se despertó y la miró dormir entre sus brazos. Ya no cabía entre ellos como antes, hecha un ovillo. Ahora se estiraba a todo lo largo y sus pies se tocaban bajo la manta. Greta era una mujer. Y él nunca había estado tan cerca de una mujer hasta ese momento. Entonces lentamente, con cuidado extremo para no despertarla, la besó. Y se dijo que era hora de dejarla ir.

Era 16 de marzo de 1935 cuando Luther decidió que hablaría con la hermana Henrietta para que buscara una familia que ocupara a Greta. No podía dejar que siguiera creciendo con el espíritu de una niña por su bien. Sin embargo, ese día el canciller Adolf Hitler introdujo el servicio militar obligatorio en Alemania. La ley preveía la ampliación del ejército para que, cuatro años más tarde, este contara con aproximadamente 600.000 hombres.

De camino a Alexanderplatz, Greta sostenía la mano de Luther entre las suyas. Ella llevaba puesto un vestido azul y él, una camisa rota y pantalones grandes. Ella iba limpia de la cabeza a los pies y él olía mal. La gente los miraba cuando subía al vagón. Rehuían de él y se sorprendían al ver la muchacha que sostenía su mano. Eran una pareja extraña.

Cuando bajaron en el centro y se dirigieron al salón del Ejército de Salvación, encontraron soldados que tomaban a los hombres más jóvenes por el cuello de la camisa y los hacían subir a un camión. Al llegar Luther, que no pasaba los veintidós años, fue también tomado del brazo y subido bruscamente a un camión. Greta aún le sostenía la mano cuando lo empujaron lejos de ella.

—¡Luther! —gritó la joven y corrió hacia el camión—. ¿Qué pasa? Que alguien me diga qué pasa.

Desde atrás, se acercó una de las voluntarias y la tomó de la cintura, para que dejara de correr hacia el camión. Le dijo que estaban reclutando gente para el servicio militar obligatorio. Si ella tenía paciencia y si él era lo suficientemente bueno para superar las dificultades, volverían a reunirse.

—En casa —susurró Greta—. ¡En casa! ¡Te estaré esperando en casa, Luther!

Los ojos negros se encendían como fuego al verla gritar y llorar por él. Sentía que se le partía el alma. Los demás arriba del camión parecían haber aceptado su destino, pero él no quería. No entendía a ese Führer que imponía leyes que lo separaban de Greta. Alguna lágrima se le escapó mientras le gritaba: «Ja! Ja, Greta!»[1]

Ella vio cómo el camión se llevaba la única familia que había conocido. Entre llantos, tuvo que contarle a la hermana Henrietta lo que recordaba de su niñez. Finalmente agregó que fräu Helmann la llamaba «Greta Müller», completo. Supuso que ese era el apellido de la familia en cuya casa trabajaría.

—¿Greta Müller? ¿De veras eres Greta Müller y fuiste criada por fräu Helmann?

Ella afirmó, pues era lo que había dicho hasta ahora. Sí. Ja. Era ella.

—Oh, Greta, estoy tan contenta de encontrarte —la tomó de las manos—. Alguien está buscándote. Una tía. Ella no ha perdido la esperanza desde que desapareciste de casa de fräu Helmann.

—No puede ser. Yo no tengo familia, hermana Henrietta. Solo a Luther.

—Tu padre dejó el país luego de que desaparecieras. Pero tu tía sigue aquí, buscándote.

Greta se levantó y negó con la cabeza. Antes que nada, debía buscar el lugar a dónde habían llevado a Luther. Quién era ella y si estaba emparentada con alguien eran dos mundos aparte. Sin saludar, se fue caminando de forma errática. Cerca había puestos de soldados para recibir voluntarios para el servicio militar. Hacia uno de ellos fue Greta, quien todavía se secaba las lágrimas.

—¿A dónde? Señor, ¿a dónde llevan a los voluntarios?

—Sal de aquí, muchacha. No molestes.

La alcanzó la hermana Henrietta y la agarró del talle. La hizo girar hasta estar cara a cara. Le prometió que averiguaría a dónde estaba Luther. Le prometió que todo estaría bien de allí en más. Mientras tanto, esa noche se quedaría a dormir en la iglesia con ella. Tenía un camastro para prestarle. Debía alimentarse para tener fuerzas. Y debía dejar de llorar.

Greta no se había percatado de las lágrimas que le caían de los ojos rojos de estrujarlos. Escuchaba a la hermana pero no entendía sus palabras. Pasó el resto de la tarde sentada en una esquina del salón de la iglesia. Cuando empezó a caer la noche, la hermana le dio un tazón de sopa y la hizo beberlo. Después la llevó hasta un cuarto apartado y la recostó sobre un camastro. Luther, ¿dónde estaba Luther? No quería dormir sola. Tenía miedo de la oscuridad total. Faltaban los agujeros en el techo que dejaban ver las estrellas. Luther. Todo lo que podía pensar era en él.




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