Berlín. 1935
Al oeste de la ciudad, cerca del Schloss de Charlottenburg (otrora un palacio, en ese momento, un museo), Greta y la hermana Henrietta bajaron del colectivo. Greta aún se hallaba consternada por el encuentro con Luther, incluyendo el descubrimiento de nuevos sentimientos a los que todavía no podía poner en palabras.
El oficial había tranquilizado a Greta haciéndole notar que su novio prestaba un servicio a la nación y que pronto lo vería volver a casa; que dieser Junge[2] volvería convertido en ein Mann[3]. Pero lo que ese oficial no podía saber era que ella posiblemente no estaría esperándolo en casa, ya que había prometido a la hermana que irían a conocer a la señora que se llamaba a sí misma su tía.
Charlottenburg era una zona residencial de grandes mansiones que asemejaban palacios. Al menos así era a través de la mirada de Greta. Caminaron en silencio, todo lo que se podía decir, había sido dicho durante el viaje en colectivo.
Por lo que Greta había sabido, su madre era una prostituta que le había dado a luz a cambio de dinero. Una vez en este mundo, su padre la había enviado a crecer en la casa de la señora Helmann, algo que había sucedido de casualidad. Bien podría haber ido a parar a otra de las casas de niños. Retomando el tema del padre, este se había mantenido atento e informado del desarrollo de la niña. El hecho de que ella hablara recién cuando cumplió los cuatro años fue algo que lo preocupó y casi le hace perder interés en el seguimiento semestral que hacía. Sin embargo, una vez que habló, Greta había demostrado que su inteligencia no se medía en las palabras que decía sino en las acciones que ejecutaba. Era una excelente alumna que copiaba de manera precisa los movimientos que le enseñaban; que eran, especialmente, referidos a las tareas del hogar.
Había resultado una desilusión para el padre de Greta cuando supo de su desaparición. Pero supuso que eso sucedía a menudo entre los niños y esperó a que volviera por sus propios medios. Antes de verla regresar, abandonó el país perseguido por sus ideales políticos, opuestos al nuevo gobierno nacionalsocialista. Supuso que no le haría falta a esa niña que no había llegado a conocerlo.
Por otra parte, la hermana de herr sir, como lo llamaba Greta desde pequeña, sí estaba interesada en encontrarla. Entre los recursos que había usado, estaba el de contactar a todas las iglesias que hicieran caridad entre los pobres. Así había llegado a conocer a la hermana Henrietta, con quien tenía una relación cercana. Ambas se beneficiaban de esa relación, puesto que una se acercaba a Dios y la otra conseguía donaciones de alimentos para el merendero público. La mujer se llamaba Edwina Müller, y en ese momento las estaba esperando con ansias. No tenía dudas de que la hermana Henrietta había encontrado a la niña que por cinco años había buscado.
«Sopa, jabón y Salvación», era este otro de los lemas del Ejército de Salvación que Greta había aprendido a escribir, leer y vivir. Por eso en los últimos cinco años había lavado a conciencia ropa y cuerpo, para que el alma estuviera en las mismas condiciones. Pero en ese momento en que se acercaban a quien sería, posiblemente, su única parienta en Alemania, llevaba la pollera hecha una mugre, las rodillas marcadas por el barro y los zapatos rotos. La blusa debía ser celeste, pero estaba manchada con la sangre que manaba de la nariz rota de Luther y sus lágrimas. Se veía deplorable, pero la razón de que así fuera la hacía sentir aun peor.
Mientras iban caminando por una calle que jamás hubiera conocido en otra vida, recordó a Luther y sintió un vuelco en el estómago. Recordó que ya no dormiría en sus brazos, ni compartiría la comida con él, ni lavaría su ropa, ni le escucharía contar cuentos sobre sus hazañas. Entonces derramó algunas lágrimas que secó con un pañuelo que le había dado la hermana después de dejar a Luther. Y, como una revelación, se dio cuenta de que ahora él no era ya su hermano sino su prometido. Él volvería y ella lo esperaría.
Mientras caía en la cuenta de ello, la hermana la instó a subir por una escalera de mármol. Una vez allí, tocó el timbre. Greta solo podía mirar el rodete de la hermana y sus zapatos oscuros llenos de barro. Uno y otro. Nada en medio. Cuando abrieron la puerta, ella se limpiaba la nariz. La mucama que abrió les hizo una seña para que entraran. La puerta se cerró tras ellas y quedaron de pie en el descanso. Otra mucama se acercó y las condujo hacia una salita a la izquierda, cuya ventana daba al jardín trasero. Frente a la chimenea apagada y con un libro en la mano, las recibió una señora de mediana edad. Tenía los cabellos plateados cortados sobre los hombros, llevaba un traje de falda rosa y saco verde. En su cuello, una chalina de colores ocultaba los primeros signos de vejez. Se puso de pie cuando entraron la hermana Henrietta y Greta por detrás.
—Hermana Henrietta, ¡qué gusto recibirte! ¡Y con tan buenas noticias!
Greta se mantenía algunos pasos por detrás. La mujer terminó de saludar a la hermana, que aprovechó para tomar asiento, y se acercó a Greta.
—Mira esos ojos, Henrietta. Son los ojos de mi hermano.
La mujer abrazó a la muchacha que ya suponía su sobrina basándose solo en el color de sus ojos, que podía ser el de cualquier alemán.
Se sentaron. La mujer tomó las manos de Greta, indiferente a la suciedad que traía. La hermana le relató la razón de sus pintas, y la mujer se sorprendió al entender que la joven tenía una vida de la cual ella no conocía nada. Por un instante suspiró y pidió disculpas, aduciendo que ella no había pensado en estos cinco años en que había permanecido desaparecida sino que se había quedado estancada en aquel día de 1930 cuando escapó de la casa de crianza.
—¿Sigues llamándote Greta, niña?
—Si, Greta Pankow-Heinersdorf.