Berlín. 1940
1936, 25 de noviembre: el primer ministro italiano Benito Mussolini y el canciller alemán Adolf Hitler formalizaron un tratado de cooperación que denominan «Eje Berlín-Roma». El mundo reconoció este trato como una alianza entre dictadores: el Führer y el Duce.
1937, 14 de marzo: el canciller Adolf Hitler evitó una ruptura oficial con el Vaticano, si bien redobló el ataque a las iglesias católicas. Esta táctica resultó una respuesta a la encíclica «Mit brennender Sorge» (Con profunda preocupación) del papa Pío XI, donde critica la política racial y el Estado de terror de la Alemania nacionalsocialista.
1938, 9 de noviembre: el ministro de propaganda, Joseph Goebbels, desveló durante la noche la posición de Adolf Hitler. Según esta, no se tomarían medidas en contra de los ataques perpetrados contra los judíos en la llamada Noche de los cristales rotos. Como consecuencia, comenzaron a encarcelar y encerrar judíos en campos de concentración.
1939, 31 de agosto: Hitler ordenó que al Ejército marchar sobre Polonia. El regimiento de Luther se hallaba en el frente de batalla. Como consecuencia, Gran Bretaña y Francia le declararon la guerra a Alemania.
1940, 27 de marzo: un alto oficial nazi de las SS, Heinrich Himmler, ordenó la construcción del campo de concentración de Auschwitz. Hacia el final de la guerra, cuando liberaron el campo, el saldo era de un millón cien mil fallecidos, entre judíos, polacos, gitanos, prisioneros de guerra, comunistas y disidentes del régimen.
Las cartas estaban dirigidas al 340. Infanterie-Regiment, de las Heer de las Wehrmacht.[1] En el sobre, Greta escribía pulcramente el nombre de Luther Pankow-Heinersdorf. Siempre enviaba lo mismo, que iba perfeccionando con los años: una persona abrazando un corazón. A veces, dibujaba el contorno de su mano y agregaba un anillo en el anular. Porque Luther no sabía leer, pero sí podía sentir aquello que ella quería decirle y que estaba más allá de las palabras.
—¡Greta! ¿Dónde se ha metido esta niña?
—Fräu Edwina, aquí estoy.
Greta bajaba las escaleras en un vestido de azul con el reborde marcado por dos cintas blancas y, sobre él, una chaqueta a la cintura con el cuello de marinero con dos cintas blancas también. Greta había cumplido los veinte años y era una mujercita hermosa.
Después de contemplar a su sobrina, die dame se abstuvo de elogiarla (creía que mucho halago la haría egoísta) y la apuró a subir al coche. Ella misma manejaría a casa de Theo, una amiga de sus años de juventud.
Theo era una mujer excepcionalmente pulcra. Cada detalle debía notarse y cada objeto debía ocupar su propio lugar. Solo había una persona en quien aceptaba la falta de etiqueta y ella era Greta. Había una razón en ello: encontraba a la joven como un diamante en bruto a quien pulir. Entonces de forma discreta y de a poco iba señalando detalles sobre el modo de sentarse, de sostener la taza del té, de elegir un vino… Theo se veía a sí misma como el hada madrina de Greta. Se había puesto el objetivo de refinar a esa niña venida de la calle y claro que lo lograría.
Ese día, Theo decidió que quería oír el piano. Del aire se materializó un joven hombre que se sentó frente a las teclas y regaló a las invitadas con una hermosa melodía. El movimiento siguiente era hacer que Greta tocara algo similar: fácil pero bonito. Una melodía con la que pudiera hacerse notar en una velada.
Fueron varias tardes de prácticas con herr Jaume las que hicieron que Greta finalmente pudiera tocar el Danubio Azul de Johann Strauss. Y fueron otras muchas las que hicieron que tocara otras piezas, aunque fuera solo una parte de ellas.
Luego del piano llegaba la hora del té. Un buen día, Theo afirmó que no quería servir más ella. Así fue que introdujo a Greta en la ceremonia del té. Cómo tomar la tetera, desde que altura dejar que cayera el líquido, cómo tomar las pinzas para servir los cubitos de azúcar.
Mientras Greta vivía en un mundo surreal en el que la importancia del té era sobrevalorada, el mundo estaba en guerra. El 14 de junio, cuando la joven aprendía de herr Jaume los primeros pasos del vals, Alemania entraba en la capital francesa, encontrando poco y nada de resistencia. Con la conquista de Bélgica, los Países Bajos, Luxemburgo y Francia, Alemania ganaba el frente occidental y proclamaba su supremacía militar.
Si bien fräu Edwina se había opuesto a ello, Greta compraba asiduamente el periódico. Así se informaba de lo que sucedía en Europa y no solo en la sala de té de Theo. Se imaginaba que Luther estaría allí, en Bélgica o a lo mejor apostado en París. Supuso que por eso no recibía sus cartas ni podía pedir que alguien las respondiese por él.
Hasta que el día llegó.
Una mañana, el cartero tocó el timbre de la casa blanca en Charlottesburg y dejó una carta con el nombre de Greta Pankow-Heinersdorf; el remitente: Luther Pankow-Heinersdorf. Greta no reconoció esa letra redondeada y prolija, y se dijo que tampoco podía ser de los compañeros de batalla de Luther. Descartaba por completo que fuera de él, pues ya sabía que no leía ni escribía.
«Querida Greta:
He estado en batallas horribles aunque la peor todavía es la de decirte adiós en la carpa de campaña hace cinco años. Tus cartas me han llegado y me alegran el corazón. Entiendo tus sentimientos y te los comparto; también son los míos.
Por el momento, estoy en un hospital militar de vuelta en Alemania, cerca de la frontera con los Países Bajos, en Düsseldorf. La herida no es grave pero me ha quitado del campo de batalla por un tiempo.
Tuyo siempre, Luther Pankow-Heinersdorf »
Esto era lo que más o menos decía la carta. Una enfermera la había escrito por él, Luther estaba sumamente agradecido. Gracias a ese ángel de blanco, había podido responder a las inquietudes y los miedos de Greta.