Berlín. 1942
La felicidad del reencuentro con Luther duró solo un mes; en el que apenas hubo tiempo de verse. Fräu Edwina agregaba cada vez más actividades sociales a la agenda de Greta. Ella, fiel a sí misma, utilizaba cada momento libre para ir a la sede del Ejército de Salvación. Allí, con el reverendo Thiele acompañando las tropas en algún lugar del frente, toda la responsabilidad recaía en la hermana Henrietta. Si hubiera sido posible agregar un día más a la semana para ir en su ayuda, Greta lo hubiera hecho encantada.
Especialmente desde que ese hombre visitaba frecuentemente la casa de Charlottenburg. Ernst von Wegberg era una presencia diaria, activa y animada. Constantemente adulaba a fräu Edwina sobre la maravilla que había hecho al criar a su sobrina. Entonces comenzaba a halagar a esta, quien sonreía por cortesía pero por dentro estaba huyendo a la estación de trenes de Pankow.
Él le había prometido que, cuando no la encontrara en Alexanderplatz, la esperaría en Pankow. La noche había pasado entre sirenas y bombas, y Greta se preocupaba sumamente tanto por la hermana Henrietta como por la suerte de Luther. Durante la tarde, la visita habitual del coronel fastidiaba a la joven, quien ya no soportaba esas manos que tomaban las suyas ni esos labios que las besaban repetidas veces. Fue entonces que, con uso del mayor tacto posible, anunció que tenía asuntos que atender en el centro y se levantó, sin esperar a que le dieran permiso, y se retiró de la salita del retrato del Führer.
En el salón de Alexanderplatz, Greta se encontró con Luther que la esperaba desde temprano. Se había cambiado el uniforme y vestía ropa sencilla, posiblemente surgida del ropero comunitario de la hermana Henrietta. Allí recibieron gente a toda hora. Muchos venían heridos por las bombas y requerían primeros auxilios. Entre los tres, la hermana, Greta y Luther, limpiaron y curaron heridas. Luego alcanzaban una taza de té y un pedazo de pan oscuro.
—Ojalá estuviera el reverendo Thiele aquí. Si lo viera, los casaría en este preciso momento —bromeó la hermana. Pero plantó la idea en los corazones de los jóvenes—. Ya hace mucho que ustedes dejaron de ser dos niños que se querían como hermanos. En bueno verlos crecidos —prosiguió con su monólogo.
Greta tomó las manos de Luther y lo miró con ojos brillantes.
—Cuando termine este horror, ¿nos casaremos? ¿Viviremos siempre juntos como prometiste?
Sin soltar las manos de Greta, Luther acercó su frente a la de ella. Apenas audible y solo para oídos de Greta, respondió: «Das verspreche ich dir»[1].
Las ventanas y puerta del salón estaban abiertas de par en par, dejando entrar el aire que calmaba apenas el calor encerrado. Lo que los enamorados no sabían era que también dejaban ver todo lo que sucedía en el interior. Cuando, con vergüenza pero coraje, se dieron un casto beso, el primero, desde afuera eran observados. A pocos metros de la puerta del salón, el Ernst von Wegberg los espiaba.
Ese día, el coronel se dijo que debía quitar de en medio a Luther Pankow-Heinersdorf, ese muchacho de nombre ridículo y pasado pobre que le habían endilgado como ayudante. Había sido herido, pero era hora de que volviera a hacer algo por su raza en el frente de batalla.
Días después, Luther recibió indicaciones para unirse a tropas que viajaban hacia África, en la costa del mar Mediterráneo. Debía sumarse a la fuerza militar Afrika Korps, soldados alemanes que iban a respaldar a los italianos que estaban en El Alamein, al norte de Egipto, bajo las órdenes del mariscal de campo Erwin Rommel.
Las unidades estaban allí con el fin de hacerse de Egipto, que se encontraba bajo el protectorado británico, el control del canal de Suez y los pozos petroleros de Medio Oriente. Tras el fracaso de la primera batalla contra las tropas Aliadas, Rommel necesitaba hombres y provisiones para preparar un segundo enfrentamiento.
El 23 de octubre de 1942, las tropas Aliadas atacaron las unidades italogermánicas del mariscal Rommel, quien puso sus esperanzas en la Batalla de Stalingrado con la esperanza de que los británicos debieran dividirse y pelear en dos frentes. Sin embargo, hacia comienzos de noviembre, el mariscal se vio obligado a iniciar la retirada.
En Berlín, el panorama mostraba otra cara. Fräu Edwina había decidido acceder al pedido de mano de su sobrina por parte del coronel Von Wegberg y habían preparado una boda de guerra. Con esto se quiere decir que no hubo fiesta, tampoco gran cantidad de invitados. Se habían casado en la iglesia católica Gedenkkirche Maria Regina Martyrum[2], en la calle Heckerdamm, en el barrio de Charlottenburg.
Greta temblaba y lloraba mientras su tía le anunciaba su pronta unión nupcial. No podía creer que esa señora no hubiera aprendido a quererla ni una pizca durante todo ese tiempo como para poder venderla al mejor postor. ¿Qué pasaría con Luther? ¿Qué le diría cuando volviera? Ellos se habían prometido.
—Oh, por favor, niña, quítate a ese muchacho de la cabeza. Él no tiene nada que ofrecernos, en cambio el coronel nos puede dar seguridad en medio de una guerra donde lo que reina es la inconstancia.
—Pero yo no quiero, fräu Edwina. Yo no lo amo.
—Claro que no lo amas. Ahora. Porque todavía no lo conoces. Cosas como el amor llegan con el tiempo —sentenció.
Greta seguía temblando y llorando. Sentía frío en pleno septiembre, cuando la temperatura era aún agradable. Entonces se enojó con esa vieja pálida y dependiente, se enojó con la hermana Henrietta por haberla arrastrado a esa casa dos años atrás, y finalmente se enojó con Luther por permitir que los separaran; por ir a pelear una guerra insensata y no quedarse con ella y huir juntos.
La ceremonia fue triste, dolorosa y vergonzosa. Los pocos presentes sentían lástima de la joven novia obligada a unirse a un hombre con la edad de su padre. El coronel era el único contento. Pero Greta tenía una última estocada guardada para el momento en que fuera necesario usarla.