En la ciudad de fuego

10. Finales

Berlín. 1944

 

La vecina que había socorrido a Greta después de la golpiza de su marido era una extraña mujer entrada en años. Sus hijos estaban en ese momento entrando a Hungría, para evitar que se uniera al bando aliado. Para ese momento, era marzo de 1944.

Walda, que era ese el nombre de la mujer, esperaba cartas que casi nunca recibía. Ella que había escuchado los gritos del matrimonio Von Wegberg estaba enterada de la existencia de un tercero en discordia. Entendió que este era el culpable detrás de los problemas maritales.

—Oh, no, fräu Walda. Los problemas comenzaron antes, cuando apenas nos casamos. Él no supo ser un caballero y esperaba de mí el comportamiento de las prostitutas que suele visitar. No culpe a Luther, fräu querida. Él es la única luz de esperanza que me queda entre tantas bombas y escombros. Solo él puede cambiar las cosas a mejor.

Walda oía a Greta y sonreía ante ese amor contrariado. Pero también se enojaba y mascullaba por lo bajo cuando la joven la hacía partícipe de la realidad de su relación con el coronel. Especialmente ese día en que escuchaba la sonata Quasi de fantasia, cuando ella le hubo contado la verdad de su pasado.

—Él prefiere prostitutas, pero le resulta insultante haberse casado con la hija de una. ¡Anda tú a saber cuántos hijos tendrá que ignora!

—Calma, hija, ya todo se solucionará. Por el momento, aprovecha el tiempo en que él está en el frente. Mucha gente te necesita allá, en la iglesia de la hermana Henrietta —le palmaba el dorso de la mano para tranquilizarla.

Así había nacido una amistad. Durante el tiempo en el que el coronel tenía que prestar servicio, Greta era libre de ir y venir. En esos momentos visitaba asiduamente la estación de trenes de Pankow, para recordar los momentos en que era feliz y no lo sabía. Se sentaba en el suelo sucio y trazaba los dibujos que formaban las grietas en la madera. A veces hablaba sola, aunque dentro de ella se dirigiera a Luther. Le narraba los detalles de su vida, los heridos a quienes curaba en la iglesia y aquellos a quienes daba de comer. También había empezado a contarle de fräu Walda, una mujer que esperaba a sus hijos tanto como ella lo esperaba a él.

Entre las cosas que Luther tampoco sabía, pues estaba aún en el norte de África, estaba el inicio de la invasión aliada sobre Normandía para liberar Europa de las fuerzas hitlerianas. El Führer, incrédulo, creía que el asalto era parte de una maniobra de distracción, por lo que tardó varios días en enviar refuerzos. Mientras tanto, las tropas aliadas irrumpieron con una flota de 6000 barcos, con casi 900.000 soldados, vehículos y material bélico. Además, se podían sumar bombarderos y aviones. La respuesta de las tropas alemanas resultó ineficaz. Para este momento, ya era mitad de 1944.

Durante la mañana se hacían colas larguísimas solo para conseguir un trozo de pan y algún huevo. La vida era dura para una persona sola, lo que unía a Greta con su vecina. A su tía la veía poco, enclaustrada como estaba en una mansión a solas con dos empleadas. La mujer no le perdonaba a su sobrina que hubiera avergonzado a la familia al contar el pasado en que había sido una niña de la calle.

Greta intentaba cumplir con las tareas de una sobrina, pues así se lo había indicado la hermana Henrietta. Esta le recalcaba el lema del Ejército de Salvación: «Corazón a Dios, mano al hombre». Era entonces que visitaba a fräu Edwina. Eran momentos incómodos para ambas, pues la tía estaba enojada y la sobrina no se arrepentía. Y así las dos compartían un té, o una malta si se conseguía, en la salita del cuadro del Führer y Greta se iba pronto. Era siempre esta la hora más larga de su jornada.

En la mansión de Charlottenburg estaba Greta cuando se escuchó por radio la noticia de que habían atentado contra la vida del Führer. Fräu Edwina se sobresaltó, horrorizada. Comenzó a despotricar contra aquellos que infieles al III Reich y opositores del bueno de Adolf Hitler.

Greta tenía otras ideas, que no podía expresar abiertamente. Fue así que se limitó a escuchar la radio y comentar con alguna interjección como «Oh» o alguna negación como «¡Imposible!» Así ganó algunos puntos con su señora tía, quien dudaba de la fidelidad de Greta al régimen nazi.

Las agotadoras tardes con fräu Edwina se compensaban con el trabajo en la iglesia. El reverendo Thiele aún no volvía de entre los soldados de alguno de los tantos frentes. La hermana Henrietta creía que podía estar en Roma. Temía esto, pues las noticias que llegaban desde allí no eran alentadoras.

Todos parecían tener noticias de sus familiares y amigos. Todos menos Greta. La carta que esperaba de Luther no llegaba. Esperaba a un fantasma. Incluso con la presencia del coronel y su desprecio por el soldadito, Greta dudaba de la veracidad de sus recuerdos. Si bien la ruptura del disco de Beethoven le había dado una noción de la realidad que había vivido, puesto que Von Wegberg, si bien despreciaba a Greta, más aún odiaba el hecho de que ella no lo quisiera a él y eligiera un joven sin pasado.

Mientras en Berlín la vida de Greta se desarrollaba como una tragicomedia, en el mundo empezaba 1945. Sin nada que festejar, el 27 de enero fue un día triste en que las tropas aliadas liberaron el campo de concentración y exterminio de Auschwitz. Alemania y el mundo empezaban a abrir los ojos ante el horror cometido en pos de la supremacía racial. Había quienes negaban la realidad de los campos de concentración y del genocidio que allí tuvo lugar. «El Führer», decían, y se llenaban la boca con fantasías de un hombre todopoderoso, líder del mejor pueblo que pudo existir: el de la raza aria.

Este imaginario duró hasta abril, cuando el canciller del III Reich se encerró en un refugio herméticamente aislado y se suicidó. Berlín había sido conquistada ese mismo día por el Ejército Rojo de la Unión Soviética. Poco a poco se fueron rindiendo en los distintos frentes. La pérdida de Berlín, la falta de líder político y militar, el hambre y el frío terminaron por devastar a la Wehrmacht[1]. Como podían, los soldados soltaron armas y comenzaron a caminar de vuelta a casa. Alemania era un caos y era difícil distinguir si en el camino te cruzabas con una persona de bien o con un malhechor. Judíos y gitanos desplazados también volvían a sus pueblos. Aquellos que habían sido enemigos se miraban pasar por puentes y rutas y se ignoraban. Pronto, demasiado pronto, el 5 de junio, los comandantes de las cuatro potencias de ocupación, Estados Unidos, Francia, Reino Unido y la URSS, ocuparon la ciudad capital y constituyeron el Consejo de Control Aliado, diluyendo con esto el III Reich.




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