En la ciudad de fuego

11. Batallas y prisioneros

Berlín, 1945

 

Los meses posteriores a la caída de Berlín, los Aliados fueron tomando los terrenos que más les convenían: la mansión de fräu Edwina, tanto como otras de Charlottenburg, fue requisada por los estadounidenses. Allí viviría algún general extranjero. Greta había hecho desaparecer el cuadro del Führer apenas escuchó que algo como una ocupación podía sucederles. En la pared solo quedaba la marca rectangular en el papel celeste. Curiosamente para los llegados, todas las casas donde ahora habitaban tenían ese espacio más oscuro en alguna pared, como si la luz solar no hubiera llegado por mucho tiempo.

Fräu Edwina debió mudarse al departamento donde su yerno (Dios lo tenga en la gloria, aleluya) había pegado los sesos a la pared, ahí nomás en el cuartito de la entrada. Greta había limpiado todo el lugar, había lavado lo que quedaba de su marido y le había vestido con su uniforme militar de recambio. Luego llamó a la cancillería y pidió que vinieran por él. Los nuevos ocupantes ya consideraban a todo el ejército alemán como criminales de guerra, pero de todos modos este hombre necesitaba cristiana sepultura. Independientemente del desorden que era la cancillería y el país en general, algún alma caritativa se compadeció del coronel y llegaron para cargarlo en una camioneta. Esa fue la última vez que Greta lo vio. No lloró ninguna lágrima, pues ese hombre solo le había traído infelicidad. Ahora estaba rodeada de sus objetos y hubiera preferido donar todo al Ejército de Salvación antes que vivir con el fantasma del coronel arrastrándose por todos lados.

Pero los planes de Greta no pudieron concretarse. Fräu Edwina se había quedado sin hogar de un día para otro. Todas las casas de la cuadra estarían ocupadas por oficiales, a veces incluso con sus familias. Los suboficiales tenían instrucciones de habitar las mansiones más grandes. Serían usadas como cuarteles en donde se instalarían algunos batallones. En otras ciudades liberadas, los soldados se conformaban con instalarse en tiendas de campaña donde pasaban frío y hambre.

Para cuando Greta oyó el disparo que terminó con la vida del coronel, las tropas del Afrika Korps, junto con las italianas y las alemanas, habían capitulado luego de la Campaña de Túnez, poco después de que Luther se uniera a ellas. Habían depuesto las armas el 12 de mayo de 1943. La contienda había iniciado con la victoria de parte de los alemanes. Sin embargo, la superioridad numérica de los aliados y sus mayores suministros colaboraron para la derrota del Ejército alemán. Como consecuencia, más de 230.000 tropas italianas y alemanas fueron hechos prisioneros de guerra y llevados a campos de prisión de los Estados Unidos y Canadá.

Mucho después de la batalla de Túnez, la historia diría que el envío de las tropas mejor entrenadas como eran las del Afrika Korp y, posteriormente, el compromiso en que puso a la Fuerza Aérea para enviarla a batallar en condiciones desfavorables habían sido algunos de los tantos errores cometidos por el Führer.

Hans y Kurt Janssen, los hijos de Walda, habían estado peleando en el sur de la URSS con el 17° Ejército alemán. Veinte divisiones soviéticas fueron capturadas o destruidas en esta operación. En marzo de 1944, el Führer lanzó la Operación Margarethe y ordenó a sus tropas ocupar Hungría. Esta no tuvo resistencia armada por parte de los húngaros.

La ocupación alemana tuvo consecuencias esperables: Gran Bretaña y los Estados Unidos bombardearon con gran intensidad en julio de 1943 e ininterrumpidamente hasta septiembre. Hubo gran cantidad de bajas civiles y militares así como pérdidas económicas para el país.

Los hermanos Jenssen se encontraban de momento ilesos. Habían logrado enviar una carta a Berlín con la que harían feliz a su madre en aquel departamento del barrio de Schöneberg. Greta intentaba compartir la felicidad de la mujer pero se miraba las manos y las encontraba vacías de noticias. Luther no sabía escribir y nadie escribía por él, si es que tuviera posibilidad de enviar una carta.

Cuando fue liberado del campo de prisioneros, Luther se encontraba delgado, sucio, con la barba y el cabello crecidos. Su uniforme era una piltrafa que despedía olores. Salieron con otros compañeros en grupo, se miraron y convinieron en que era hora de ir a casa. Así fue que vivieron la pericia de cruzar el mar Mediterráneo hacia Génova, en Italia, y de allí comenzaron a caminar.

Después de aproximados 1200 kilómetros, el grupo de soldados entró a Berlín. No había nadie allí para felicitarlos por el valor mostrado ante el enemigo, ni para recibirlos y curar sus heridas, tampoco para compadecerse de ellos y darles una rebanada de pan. Se dividieron sin decirse adiós y cada uno tomó una ruta diferente. Luther se encaminó a Charlottenburg.

En la casa indicada por la puerta y los marcos de las ventanas pintados de un suave azul, Luther cruzó el patio delantero y, nervioso por sus fachas y por el tiempo separados, hizo sonar el timbre. Inmediatamente después se oyeron pasos y abrió la puerta un hombre de habla inglesa. Así fue como se enteró de que habían requisado la casa para el ejército estadounidense. El nuevo habitante desconocía el paradero de la antigua dueña. Había escuchado que se había mudado a la casa de una sobrina, mas él no sabía la dirección.

Siguiendo sus necesidades antes que sus instintos, se subió a uno de los pocos colectivos que seguían en funcionamiento y que lo hacían sorteando los escombros y las calles rotas. Cuando llegó a la estación de Pankow, sabía que no estaría Greta allí pero, si nadie había descubierto su escondite, habría ropa limpia para él. Debía esperar la noche para asearse en los baños públicos de la estación.

Tiro su uniforme a la basura, consciente de la vergüenza que representaba. Ya había oído durante su tiempo en el campo de prisioneros sobre las atrocidades que encontraron las tropas enemigas al entrar al país. Había escuchado sobre los miles de muertos en campos de trabajo forzado y de exterminio. También sobre la persecución de judíos, gitanos, homosexuales, opositores al gobierno. Eran tantas las personas que Hitler había enviado matar que era imposible no agradecer la llegada de los enemigos. Aunque él fuera un alemán, aunque hubiera portado un arma y disparado a los soldados británicos.




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