En la ciudad de fuego

12. Otra

Hamburgo. 1945

 

En un Tercer Reich que se desmoronaba y una Alemania en llamas, los nuevos ocupantes (antes, libertadores) sostenían juicios y condenas contra los nazis y los simpatizantes del orden nacionalsocialista. Muchas familias fueron desgarradas al terminar los adultos en prisión. Las familias de los oficiales nazis veían destruir su mundo; las mujeres quedaban solas ante la inminente separación familiar y el trauma en los niños se consideraba tan solo un esperable efecto secundario.

En los países que habían apoyado al canciller Adolf Hitler, Italia y España, se vivían momentos similares. Ante esta situación, Luther se dijo que debía tomar las riendas del asunto o Greta podría terminar en prisión por asociación. Ese matrimonio mal avenido seguía siendo un peso del que debían deshacerse.

Las ratlines eran redes de contactos que se ocupaban de ayudar a salir del país a los nazis y sus familias. En sus tiempos de ladroncillo, Luther había hecho contacto con muchachos a quienes vendía relojes, plumas e información. Sin equivocarse, supuso que esos muchachos, ahora adultos, estarían en el negocio de turno: salvoconductos para las otras víctimas de la guerra, aquellos a quienes el mundo veía como culpables.

Era tarde cuando salió de la sede del Ejército de Salvación. Avisó a la hermana Henrietta que quizás no volviera a la noche. Con el tiempo que hubo pasado desde que volviera de campo de prisioneros, y gracias a las sopas aguadas de la hermana, Luther había engordado algunos kilos. Ya no colgaba su camisa de sus hombros huesudos ni debía atarse el pantalón con un cinturón adaptado. Esa noche, su uniforme era el de todos los berlineses: un pantalón oscuro, una camisa remendada, una chaqueta desgastada y una gorra hasta las orejas, bajo la que se dejaba entrever el corte de pelo desparejo.

Se coló en una estación de tren (años de experiencia tenía) y se subió al primero que pasaba. Tres estaciones después, de bajó en una zona donde la guerra había llegado mucho antes que las bombas. Aunque fuera tarde, allí había niños jugando en la calle. Pronto nevaría, pues en la ciudad ya era casi diciembre. Luther se cerró la chaqueta y se calentó las manos.

—Eh, Luther, ¿qué haces muchacho?

Se le acercó un hombre joven de cabellos oscuros y ropa harapienta. Luther lo saludó con la mano y un abrazo. Muchas cosas habían vivido los dos para llegar a reencontrarse en ese momento.

—¿Ratlines? ¿Estás seguro que necesitas eso?

El extraño había conducido a Luther a una casa semidestruida. Las ventanas estaban tapiadas y el suelo estaba sucio; sorprendentemente, el aire era limpio y se dejaba respirar.

—¿Cuánto tiempo has pasado en las Wehrmacht?

Luther recordaba ese año como el más doloroso, porque la había perdido a Greta.

—Desde 1935. Diez años de guerra, trincheras, bombas, fusiles, campos de prisioneros, frío y hambre. Pero sobre todo, soledad. Tú sabes, yo no sé leer ni escribir. Solo pude enviar una carta a mi novia cuando estuve internado. Una enfermera la escribió por mí.

La noche ya caía y el extraño rescató un licor de alguna alacena. Era fuerte y daba calor al cuerpo.

—¿Qué ha sido de ella? Tu novia…

—Necesito salvarla, Bären[1]. Ella estuvo casada con un oficial nazi. Tiene que salir de Alemania cuanto antes. Por lo que sé, ese hombre estaba en la cancillería cuando el Führer decidió salvarse a sí mismo. A lo mejor ha sido un juguete importante del régimen.

—Tranquilo, muchacho. Ich kümmere mich darum.[2]

Danke[3]. Danke, Bären.

 

Fue algunos meses más tarde cuando Luther se presentó en el departamento donde todavía vivía Greta. Tenía un plan, pero cuando todo hubiera acabado, él no conocería los resultados. ¿Qué daba a cambio de la libertad de Greta? Su vida, de ser necesario.

—Greta, escúchame, debes irte.

—¿Qué dices, Luther? —Ella lo empujó hacia el recibidor del departamento. Ningún vecino debía escuchar esa conversación, sea cual fuere. —Ahora estamos juntos. Viviremos de nuevo uno con el otro. Me lo prometiste.

El corazón de Luther se reblandecía ante las palabras de la mujer que amaba. Debía endurecerlo para seguir el plan trazado por Bären. Pero también por salvar esa vida que un día decidió tomar bajo su protección en la estación de trenes de Pankow. No podía dejar que se malograra.

—Escúchame, Greta. Tu vida está en peligro.

—No, Luther. Ahora estamos juntos.

—Pero no podemos estar juntos. Hemos perdido la guerra, han surgido atrocidades perpetradas por el gobierno a los más débiles y los países aliados buscan culpables. Esos culpables son por lo general quienes ostentaron poder… y sus familias. El coronel Von Wegberg te ha dejado como herencia un apellido que pesa. Serás presa del nuevo régimen si no escapas a tiempo.

Greta sentía primero pavor y luego horror al escuchar las palabras de Luther. Ella no había hecho nada pero era ¿culpable? O quizás sí había hecho, cerrando los ojos a las razones detrás de las heridas y el hambre vistos en el merendero del Ejército de Salvación. Sí, ella se había cegado a sí misma para no ver. Mientras caía en la cuenta de ello, empezó a llorar de forma histérica. Luther la abrazó, la acunó entre sus brazos y dejó que el llanto pasara. Le acariciaba el cabello mientras las lágrimas se iban secando.

—¿A dónde iremos? —preguntó finalmente.

—Yo te acompañaré de camino a Hansestadt-Werber. Allí veremos a alguien que te dará una nueva identificación.

—¿Y tú? ¿Por qué no necesitas una nueva identificación?

Luther bajó los ojos y respiró hondo.

—Yo no iré contigo. Debo quedarme —lo dijo y era verdad, debía quedarse para pagar la identificación de Greta. —Iré más tarde, cuando Europa esté más calmada.




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