Hamburgo. 1945
Federika Acker, en medio de una fila de apariencia interminable, llegó finalmente a Hamburgo. Las lágrimas caían por su rostro limpio a fuerza de lavarlo con el agua del río Elba. Era lo único limpio en ella. Mientras caminaba de entrada a la ciudad, lloraba de dolor en todo el cuerpo, al que había llevado al máximo en esa peregrinación eterna donde el hambre y los traspiés eran una constante.
Se arrepentía de los zapatos que calzaba, del cabello que había perdido, de las chalinas sucias con las que se abrigaba. Se arrepentía del frío que sentía en ese verano que llegaba a su fin. Pero sobre todo se arrepentía de haber dejado a Luther detrás, y se preguntaba qué pasaría con su tía Edwina. Él le había prometido que la escondería en algún barrio pobre y semidestruido por las bombas. La mujer era demasiado mayor para hacer el camino que hacía Frederika en ese momento.
El puerto era amplio y varios barcos estaban atados al muelle. Los estibadores bajaban bolsas de trigo y avena que otros países simpatizantes con el régimen les habían enviado. Pero la mayoría de las personas estaban de paso. Nuevamente, Frederika tuvo que hacer fila para entrar en la sala de pasajeros a donde vendían los boletos. Hacia allí se acercó ella cuando llegó su turno. Solo esperaba que dieran por buena su falsa identificación.
Pero entonces se le acercó un hombre bien vestido y le dijo al oído: «Greta Müller». El miedo recorrió el cuerpo de Frederika como lo hace el frío en invierno. Se quedó sin voz. Le costó hacerlo, pero al final logró responder:
—Nein, sir.[1]
—Ja, fraülein Müller.[2] Vengo por usted.
La tomó suavemente del brazo y ella supo que el plan de Luther había fracasado. Nunca se encontrarían otra vez. Ella terminaría en una prisión para traidores a la patria y él, no quería ni pensar en lo que le podrían hacer a él. Quizás lo dejaran vivir, si supieran que había peleado en el frente occidental contra los británicos.
Frederika eligió el silencio. No dejaría que nadie supiera dónde había conseguido su identificación falsa, ni quién había sido el intermediario para que se la dieran. Antes muerta que caer en manos de los aliados.
No era un problema ideológico. En realidad nunca había comulgado con las fidelidades de su marido hacia el Führer y el partido nacionalsocialista. Era una cuestión de principios; los mismos que la habían llevado a sentarse en una estación de trenes a los diez años con tal de no terminar de esclava de herr sir.
—Vengo a buscarla desde la Argentina. Herr Müller, dein Vater,[3] me envía a por usted, fräulein.
—Ich habe keine vater, herr sir.[4]
—Ja, er lebt in Argentina.[5]
Entonces Greta recordó las historias que le había contado fräu Edwina. En todas hablaba sobre un hombre alto, serio y comprometido con un trabajo del que no podía hablar. El hombre americano le explicó que a causa de ese trabajo, hubo dejado el país justo en el momento en el que estaba cerca de tener de vuelta a la hija que había dado a una casa de crianza. De esto él se había enterado hacía solo un mes, pues todo el tiempo que trabajaron juntos creyó que no tenía hijos a causa de heridas de guerra.
—Él quiere que regrese conmigo a la Argentina. Debo sacarla de este país a como dé lugar.
—Para hacerlo, debe dejarme comprar mi boleto. —Frederika, como Greta, no era una damisela en peligro. Fuera lo que pasara, ella siempre enfrentaría a la adversidad.
—Ya tengo boletos para los dos. Tengo un pasaporte argentino para usted. Pasará como mi mujer: Greta Weimann. Mucho gusto, mi nombre es Johann Weimann.
—Mucho gusto, herr sir. Vámonos antes de que me arrepienta.
Se mezclaron entre la gente que subía por la rampa al barco mercante. El estribor era de color oscuro, como la mayoría de los barcos allí anclados. Subían lentamente, al paso de los demás pasajeros. Herr Weimann tenía un brazo alrededor de los hombros de Greta, de quien se distinguía como el agua del aceite por sus ropajes. Metros antes de entrar al navío, se escuchó un grito: «¡Es él! ¡No lo dejen escapar!» Seguido se oyó un disparo; entonces herr Weimann cayó sobre Greta.
Por lo bajo, él le susurró:
—Ayúdeme a entrar al barco. No podemos dejar que nos encuentren.
Quiénes los seguían era una duda para Greta. Lo buscaban a él, no a ella. Sopesó sus posibilidades. Era un extraño que decía ser enviado de su padre. Ella jamás había visto a su padre y bien podría estar muerto. Pero la inquietaba saber de qué podría servirle a ese hombre, llevarla a ella a un lugar lejano solo para matar a fräu Von Wegberg.
Todo esto pasó por la cabeza de Greta en segundos. La gente se retrasaba al encontrarse con el cuerpo caído del Weimann y el de Greta que lo intentaba alzar. Finalmente, un hombre corpachón decidió hacer una buena acción y subió a herr Weimann sobre su hombro derecho. Una vez dentro, lo dejó en el suelo a su suerte y en las solas manos de quien volvía a ser Greta.
Durante el viaje, llovió la mayor parte del tiempo. Las personas se quedaban encerradas en el interior, Greta más que nadie. Ella cuidaba día y noche a herr Weimann. Lentamente, se dio cuenta de que le subía la fiebre. Con los días, había empezado a sudar y tenía escalofríos. Greta mojaba su frente como un trapo mojado, mas poco resultaba de este cuidado tan básico.
Una mujer piadosa había ayudado a parar un poco el manantial de sangre atando el cinturón del hombre cerca de su hombro. El brazo izquierdo quedó así momentáneamente estable. Nuevamente la mujer extraña le indicó a Greta que debía desajustar la presión cada tantas horas, si no quería que Weimann perdiera el brazo.
Mientras Greta Weimann cuidaba de su marido, Johann Weimann, pocas personas se les acercaron. El traje de él, aunque manchado en sangre, y la ropa de ella, aunque escondida bajo chales, llamaban a la desconfianza. Más si se agregaba el disparo que había recibido y que muchos habían visto cuando lo tirara sobre la rampa y su mujer.