En la ciudad de fuego

15. El padre

Buenos Aires. 1945

 

Herr Müller se acercó a la pareja y le quitó el peso muerto de Weimann a Greta. Un hombrecillo llamado Arthur Schols estaba ahí también. Se acercó por detrás y pidió los pasaportes. Los haría sellar sin que pidieran la presencia de la pareja. Los nombres en los documentos falsificados eran los de un matrimonio.

Herr Müller era un hombre alto, con el cabello y el bigote entrecano. Vestía al completo de gris, como un sacerdote católico. Llevaba incluso guantes, pues el calor aún no llegaba a la ciudad de Buenos Aires en ese momento. Al contrario, una neblina densa llegaba desde el agua del río de la Plata y cubría como un manto los edificios cercanos; Greta no alcanzaba a ver hasta dónde llegaba.

Guten Morgen, Greta. Ich bin Geoffrey Müller. Deinem Vater.[1]

Guten Morgen, herr Müller. Ich bin Greta von Wegberg.[2]

Ja. Freut micht.[3]

Los saludos iniciales no habían sido más que lo esperado. Cortos y secos. Después de todo, herr Müller y fräu Greta eran dos desconocidos. Incluso durante el viaje, mientras Greta limpiaba la herida de Weimann lo mejor posible, había querido saber quién mandaba a buscarla. Pero el estado enfermizo del hombre le había hecho imposible rescatarle alguna palabra coherente. De pronto tenía enfrente a ese fantasma que abogaba por ella: nada más y nada menos que su propio padre, tal y como había auspiciado Weimann delante de la taquilla del boletero.

Herr Schols hablaba alemán con acento del sur; quizás de Núremberg o alguna otra ciudad más sureña, como München. Se notaba que hacía poco había empezado a manejar el castellano, que era la lengua madre del país al que había llegado.

—Te acostumbrarás al español muy pronto. Te lo prometo. —La conversación entre Greta y su padre era lo más parecido a un monólogo de parte de él.

Salieron del puerto y se dirigieron a un Ford coupé bordó estacionado cerca del edificio portuario. Entre Müller y Schols llevaban a Weimann, por lo que Greta tuvo que abrir las portezuelas del auto para acomodarlo en el asiento trasero. El hombrecillo alemán tuvo la deferencia de dejar vacío el asiento delantero para que Greta fuera la acompañante. Él se sentó detrás con Weimann.

—Habremos de llamar a Ferdinand Schmidt. Cuanto antes. Greta, ¿Graf sangró durante todo el viaje?

—Perdón, ¿quién es Graf?

—Ese que está allí tirado. Weimann.

—Una mujer le hizo un torniquete en el brazo y yo lo aflojaba y ajustaba cada tanto, para que no le diera gangrena.

Se dirigieron a una zona de la ciudad llamada Villa del Parque. Las casas eran bajas y no había cantidad de edificios bajos. Parecía ser una zona residencial. Allí acostaron a Weimann, que también se llamaba Graf. Mientras Müller le quitaba la chaqueta ensangrentada y la camisa pegada a la herida, Schols fue en busca del doctor Schmidt.

—¿Es amigo tuyo o solo trabaja para ti? —Se animó a preguntar Greta. No parecía que un hombre como herr sir fuera a tener amigos.

—Es el hijo de un amigo. Si muere, no tendré perdón.

—¿Cómo supieron dónde encontrarme?

—Tenemos líneas por toda Alemania. Traemos a quien podemos.

—¿Nazis? —Preguntó mientras pensaba en Luther y su trabajo misterioso.

—Traemos familias que necesitan refugios. A veces vienen solos. Los ayudamos. Esta otra guerra dejará devastada al Tercer Reich.

Fue entonces que Greta se dio cuenta que su padre era otro más de los hombres de su vida con los que hubiera preferido no tener relación: su marido, los hombres que trabajaban para él, el Führer, el mismo hombre que le había dado la identificación de Frederika Acker. Solo quería a Luther. Debía escribir a la hermana Henrieta cuanto antes.

El médico llegó con los artefactos y pinzas suficientes para sacar la bala que mataba el brazo de Weimann. Greta asistió como enfermera, tarea que había realizado varias veces en la sala de primeros auxilios del Ejército de Salvación. Entre los dos cortaron el tejido muerto y limpiaron el pus que seguía manando del agujero. Greta relató al doctor los pormenores del viaje y de cómo había intentado bajar la fiebre y mantener la herida limpia para que no se infecte. Schmidt aprobó sus primeros auxilios y le aseguró que gracias a ella, ese hombre seguía viviendo.

Aunque estaba con el doctor curando la herida de Weimann, Greta no bajaba la guardia. Miraba de reojo a ese hombre que era su padre. Lo notaba tranquilo pero, discretamente tras su espalda, cruzaba y descruzaba los dedos de ambas manos. En el fondo, ese hombre estaba inquieto. Quizás era verdad, Weimann era el hijo de un amigo y por eso se preocupaba. ¿Y de ella? ¿Alguna vez se había preocupado por ella? ¿Alguna otra además de con este enviado y con pasaporte nuevo?

La casa a la que la llevaron era un caserón viejo con varias habitaciones. No parecía ser el hogar de un hombre solo. En realidad, según la decoración, parecía más un museo que un hogar. No había ni un saco tirado en el sofá ni un plato en la cocina sin lavar. Estaba todo impoluto.

Greta fue llevada a una habitación y dejada allí a su suerte. Cerró la puerta y se sentó sobre la cama. Era mullida y acogedora; especialmente después de tan larga travesía. Abrió el ropero y encontró ropa femenina de varias tallas. También ropa de dormir y elementos varios de higiene personal que necesitaría una mujer. La habían estado esperando. Ese Müller la había estado esperando.

Se duchó y se vistió con una enagua, una blusa beige y una pollera semiplato hasta la rodilla de color rosa. Tenía los pies ampollados, así que prefirió calzarse con un par de pantuflas blancas. Al ver sus pies, el doctor Schmidt le recetó un ungüento que preparaban en la farmacia a base de aloe vera. Su padre tomó la receta y se dirigió a herr Schols:

—Antes de irte a tu casa, por favor trae lo pedido aquí. —Le extendió un billete junto con la receta.




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