En la ciudad de fuego

16. El enfermo

Buenos Aires. 1945

 

La fiebre quemaba en el cuerpo de Weimann. Padre e hija lo atendían según las indicaciones del doctor Ferdinand Schmidt, que pasaba por la casa de Villa del Parque casi todos los días.

Como un recurso para evitar tener que hablar con su padre de nimiedades, Greta había tomado en sus manos la difícil tarea de limpiar la herida del enfermo, mojar su frente con agua con hielo y darle agua en cucharadas como si fuera un niño. Pero por mayor que fuera el esfuerzo de la joven, el hombre no mejoraba.

—Debemos llevarlo al hospital urgente —sentenciaba el doctor Schmidt cada vez que se dejaba ver por la casa. Tomaba la temperatura del enfermo y miraba su herida, hedienta de pus—. No se lo puede dejar morir aquí después de sacrificio que ha hecho por ti, Müller.

Pero Geoffrey Müller no quería correr el riesgo de que la policía federal investigara a ese hombre moribundo con una herida de bala. No tenían cómo explicar los sucesos que lo llevaran a quedar inerte. Sin embargo, algo debía hacerse. Greta y el doctor murmuraban cerca de Weimann, que en su sopor era incapaz de oír nada.

—Déjelo en mis manos. Ya encontraré la manera. Usted siga limpiando la herida como hasta ahora.

Greta no sentía ningún afecto por Weimann. Al contrario, consideraba que la había hecho prisionera de su cuidado y de la mirada constante del hombre que se suponía su padre. Por el contrario, pensaba mucho en Luther. Quizás demasiado. Tanto que un día, empezó a contarle su historia al enfermo mientras lo miraba dormir un sueño intranquilo donde llamaba el nombre de una mujer.

Greta se hubo compadecido de él porque gracias a esas palabras murmuradas entre fiebres, había aprendido que alguien lo esperaba. Seguía sin sentirse amiga pero al menos empezaba a sentir empatía. Ella también esperaba por alguien.

—La estación de trenes de Pankow es grande para una niña de diez años. Incluso puede parecer hostil, con sus recovecos oscuros. Pero cuando se le acerca un hombre joven que le sonríe, la niña de diez años sabe que ya no estará más sola.

A veces, herr Müller se sentaba fuera de la habitación, en el comedor, a escuchar la historia que su hija contaba a alguien que no la podía oír. Le prestaba atención en cada detalle en que ella se detenía, pues era allí donde notaba que residían las partes más importantes de la historia de esa desconocida Greta que prefería usar su nombre de casada al que él le había dejado antes de abandonarla.

Mientras Greta narraba, el convaleciente divagaba; por momentos hablaba, por otros, sollozaba. Las inyecciones de penicilina parecían no ayudar en nada ante esa fiebre que no cedía. Un día, el enfermo empezó a jadear, con gran dificultad para respirar.

—Debemos llevarlo a un hospital, —insistía el doctor Schmidt.

Él trabaja en el Hospital de Agudos Dr. Cosme Argerich, en el barrio de La Boca. Llevarlo consistiría en una tortura para el enfermo, quien ardía de fiebre y estaba al borde de la deshidratación. No llevarlo era firmarle la sentencia de muerte, pues el pus había dado lugar a una gangrena que se iba tornando en septicemia. Si eso llegaba a ocurrirle, nada podría salvarlo.

Era agosto de 1945 en la ciudad de Buenos Aires. Habían mudado el enfermo al hospital Argerich, con los arreglos necesarios hechos por el doctor Schmidt. El anciano había ingresado al enfermo con las credenciales de un soldado conscripto. Nadie sospecharía el engaño ya que, por una gran cantidad de dinero, el soldado se había ido a pasar su tiempo bajo bandera en un destacamento de San Carlos de Bariloche.

El enfermo ahora se llamaba Ignacio Rojas y había sido disparado en una balacera entre policías y mafiosos en los muelles donde trabajaba. No había salido ninguna noticia en el periódico que diera cuenta del hecho porque la policía tenía los contactos necesarios para que los medios publicaran solo su lado bueno. A pesar de la historia inventada, finalmente el doctor había movido todos sus contactos y el ciudadano Rojas quedó a su cuidado en la Unidad de Tratamiento Intensivo.

La infección, como había temido Schmidt, era de mayores proporciones de lo sospechado. El tejido muerto estaba convirtiendo la gangrena en septicemia. Debía actuar rápido. Schmidt pidió una sala de operaciones y llamó al cirujano de turno, el doctor Noonan. La cirugía duró dos horas. Cuando el enfermo salió de la sala, sus probabilidades de sobrevivir habían subido.; aunque para ello debió perder su brazo.

El tiempo que pasó Ignacio Rojas en la Unidad de Terapia Intensiva del hospital Argerich fue mayor al esperado. Su cuerpo tenía una infección generalizada a causa de la gangrena y peligraba el buen funcionamiento de sus órganos internos. Cada día aparecía un nuevo médico para tratarlo, para opinar o solo para ver que siguiera vivo. Era el infierno.

A veces, Müller y Greta iban a visitarlo. Al menos una vez a la semana. Müller estaba satisfecho con su desempeño en la misión que le había dado, mas Ignacio Rojas solo podía pensar en que gracias a esa misión y a la negligencia posterior, él había perdido un brazo.

Un día en que Müller entró en la habitación de Rojas, Greta desde afuera escuchó la siguiente conversación.

—¿Ya la has encontrado?

Era lo primero que decía el paciente Rojas cuando herr Müller entraba a su habitación.

—Nada, es como si se hubiera esfumado.

—¿Buscaste en los lugares por donde la seguimos? ¿Has preguntado de nuevo en el conventillo?

—Ese hombre no sabe nada. O lo sabe, pero prefiere callárselo y guardarse mi dinero.

—¡Basura! —El paciente Rojas era una bomba dispuesta a explotar pronto.

Fue entonces que empezó a sentir simpatía por el hombre que la había rescatado de un destino más incierto que este. Al parecer, la guerra lo había hecho perder a alguien importante. Greta sabía lo que se sentía y entonces una sola lágrima cayó por su mejilla; por ella y por Weimann.




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