Buenos Aires. 1947
La estación de trenes se ubicaba sobre la calle Bartolomé Mitre, entre Jean Jaurés y Ecuador. Era una construcción que unía dos edificios más pequeños, uno destinado a ser un Edificio de pasajeros y el otro, la sede de la Bolsa de Cereales. Ambos eran iguales y con el tiempo habían sido unidos con una fachada imponente de columnas y arcadas. Una claraboya sorprendente de vidrio dividida a cuatro aguas cerraba el edificio al cielo.
En frente estaba la plaza Miserere, circulada constantemente por transeúntes que bajaban de los colectivos e iban a tomar el tren de la estación Once de Septiembre de la línea Sarmiento y viceversa. También llegaba gente en los vagones del subte de la línea A.
Allí en medio estaba Greta, una vez que hubo descendido del colectivo que la traía desde Villa del Parque.
—He de buscar un trabajo, herr Geoffrey —había anunciado a su padre. Este quedó sin habla, pues tenía planes para ella entre los que se encontraba el matrimonio con algún buen alemán adepto al régimen nacionalsocialista como él mismo.
En cambio Greta tenía sus propios planes. Ella no volvería a ser esposa otra vez. Nadie la encerraría en una casa después de haber conocido la libertad de las calles y estaciones de Berlín. No después de haber conocido el abrazo de Luther.
En una esquina, un diarero le alcanzó un ejemplar a cambio de dos monedas. Allí se dedicó a mirar los anuncios clasificados. Tuvo que repetir la acción durante varios días, pues no había nada que ella supiera hacer más de lo que había aprendido con el Ejército de Salvación y los modales en casa de fräu Edwina.
Finalmente dio con un anuncio que le infundió esperanzas. Tal vez no estaba todo perdido.
«Se busca nativa en alemán para participar de la traducción de diversas obras en ese idioma. La modalidad de trabajo será presencial en la Editorial Der Vorleser.[1] Las interesadas presentarse en…, Liniers, en el transcurso de la semana y en horas de la mañana».
Greta rebuscó en la casa hasta encontrar la Guía Filcar[2] de herr Müller. Iría cómoda si tomaba el tren Sarmiento. La cabecera de la línea estaba en la zona de Balvanera a la que llamaban Once, frente a una plaza. Lo único que Greta pudo pensar fue en la estación de Pankow, como si todas las estaciones del mundo tuvieran la magia de aquella en la que supo vivir y crecer junto a Luther; un hermano primero, un amor después.
Entonces allí estaba, frente a la estación de trenes teniendo que apurar el paso aunque quería disfrutar un poco más de la vista. Era fines de marzo de 1947 y en la Argentina, Perón presentaba su programa sociolaboral donde indicaba los derechos de los trabajadores. En el mundo, Rudolf Höss era condenado a muerte en Varsovia. Había sido comandante en Auschwitz. Greta se enteraba de estas noticias y notaba cómo su querido país seguía en guerra.
Hacía calor, aunque no tanto. Greta había aprendido a vestirse como una dama gracias a los esfuerzos de fräu Edwina. Ese día en que entraba a la estación de trenes con su cielo abovedado, llevaba un vestido que le marcaba el talle y se abría en una pollera amplia. Era de color celeste. Encima, sobre los hombros, un saco de punto blanco le cubría los hombros. Los zapatos y la cartera iban en dupla, ambos de color negro. El cabello le había crecido lo suficiente como para peinarlo hacia un costado con una hebilla de carey. La gente se giraba al verla pasar; estaba hermosa y lo sabía. Su táctica era impactar con su presencia y agradar con su personalidad; al menos eso esperaba lograr en la editorial.
Hizo fila y llegó a la taquilla. Compró un boleto con destino Liniers. Faltaba media hora aún para que el tren partiera. Se ubicó en un asiento de madera cerca de los andenes. Ignoró a aquellos que la miraban como si de Ingrid Bergman se tratara.
Entonces sintió que alguien se sentaba a su lado y oyó:
—¿Eres una niña de fräu Helmann? —Pausa—. ¿Hablas?
Y se quedó congelada, con la mirada perdida en algún punto al frente y empezando a temblar.
Cuando giró la cabeza, encontró un hombre de cabello rubio. De los ojos oscuros, había perdido uno, que llevaba tapado con un parche. Pero lo más importante era que sonreía, y lo hacía solo para ella. «Luther», suspiró ella.
Como si de diecisiete años atrás se tratara, asintió con un movimiento de la cabeza. Entonces se abrazaron y en ese solo movimiento se dijeron todo lo que tenían uno para el otro.
[1] Der Vorleser: El lector.
[2] Si bien la Guía Filcar surgió a partir de 1948 como una guía de publicidad con planos de Capital Federal, la he incluido porque forma parte del folklore porteño.