Buenos Aires. 1947
Sentados frente a frente en un café al paso, Greta y André se miraron con la vacilación primera. La incertidumbre se había ubicado entre ellos y dudaban de esas miradas cruzadas: los ojos celestes de ella en el único ojo oscuro de él. Bebían el café de a pequeños sorbos, sin embargo sin disfrutarlo porque constituía solo una excusa para no decir esa primera palabra que podía unirlos para siempre o separarlos sin remedio.
Greta se mordió el labio levemente, como aguantando todo lo que tenía para decir.
—Iba camino a buscar un trabajo —dijo finalmente. Como una excusa, como una explicación, como si la conversación hubiera empezado diálogos atrás.
André la miró. Sonrió. Con el labio inferior atrapado entre los dientes blancos, Greta seguía siendo Greta. Pero no podía discernir su situación actual, las vueltas que había dado su vida, el camino que los había llevado a encontrarse en la estación de trenes de Once. Quería saber todo, los cómo, los cuándo, los quiénes, los por qué. A pesar de ello, y del anular desnudo en la mano de ella, la miraba y la sentía lejana. ¿Cuánta distancia hay que recorrer para llegar hasta la mano del otro lado de una mesa de confitería? André se lo preguntaba.
—¿Qué trabajo buscas? —Se animó él y preguntó. Solo podía imaginarla en el salón del Ejército de Salvación en Alexanderplatz, trozando verduras para la comida o asistiendo a la hermana Henrieta con los heridos.
—Uno que me saque de donde estoy —ella no dio muchas precisiones. Lo miraba. Quería que él le preguntara cosas, le dijera otras y explicara las demás; para que, al hablar, fuera como Scherezade y no desapareciera de delante de ella.
—Wo bist du?[1]
—Weit weg von dir.[2]
—Ya estoy aquí —André traspasó la distancia que separaba sus manos de las de ella y la tomó suavemente de la derecha.
Entonces ella le contó lo vivido. El pasaporte argentino que la había hecho entrar fácilmente al país. Le nombró al hombre que la había ayudado y, a causa de ello, había recibido un disparo en el brazo. Agregó sobre el viaje; más de un mes lavando una herida que no dejaba de supurar. Después le describió a herr sir, quien en realidad era su padre. Él la estaba esperando en el puerto. Poco después, el hombre que la trajo, llamado Weimann, había perdido el brazo. Greta aún culpaba a herr Müller. Sí, la caminata hasta Hamburgo había sido difícil, sus pies se habían ampollado y herido. No, ya estaba bien; pasaba más de un año que había llegado a la Argentina.
No, nunca creyó que lo encontraría aquí.
—¿Cómo supiste que estaba en Buenos Aires? —preguntó después de tanto hablar.
—El relojero me lo dijo, cuando fui a cerciorarme del nombre en tu pasaporte y de los barcos que habían zarpado ese día. Yo ya le había pagado para que recabara la información hasta que volviera a verlo. Y allí estaba, listo para cantar todas las verdades. Me habló de un argentino de origen alemán que te buscaba. Le había dado tu nombre. Jugué mi suerte y tomé un barco con destino Buenos Aires. El viaje me sentó fatal, pero esperaba poder verte.
—No puedo creer, cómo nos hemos encontrado de nuevo en una estación de tren. ¿Será el destino?
André sonrió de lado primero y luego se rio. El destino en realidad había sido obra de varios ladronzuelos y pillos de la ciudad. Los había contratado para que, uno en cada barrio, recorriera las calles y buscara indicios de una Greta Müller o Greta Weimann. Esa mañana, Guille, un muchacho bajito de pelo ensortijado y dieciséis años, le avisó que Greta Müller iba a responder a un aviso de trabajo del diario. Entre los dos, la habían seguido. Se habían separado frente a la estación del tren Sarmiento, en la plaza Miserere.
—¿Cuánto tiempo llevas buscándome?
—Meses. Pero cada minuto valió la pena.
A Greta se le anegaron los ojos de lágrimas. Algunas cayeron por sus mejillas, arruinando el maquillaje que con tanto esmero se había aplicado.
—Oh, estoy hecha un desastre —dijo mientras se miraba en un espejito salido de su cartera—. ¿Cómo podré ir a la entrevista así?
—No entiendes, ¿verdad, Greta? No necesitas trabajar. Ahora yo estoy aquí.
Ella lo miró y lo juzgó por sus ropas viejas y raídas.
—¿Acaso no conoces mis disfraces todavía? —se rio de ella.
—¿André es un nuevo disfraz también?
André Jones Parry era oriundo de Gales. El destino había querido que tomara el mismo barco hacia América que Luther Pankow. Entre descomposturas, noches de insomnio y mareos, André y Luther se habían dado la mano en señal de amistad.
Sus historias eran parecidas. Más se contaban de cada uno, más opinaban que el otro estaba mejor parado. Fue así como surgió la idea. Primero fue solo un chiste hecho en medio de una tormenta, después fue una sugerencia y, finalmente, fue un hecho. Cada uno quería estar en el lugar del otro.
André Jones Parry había desertado del ejército británico mucho antes de que la guerra terminara. Luther Pankow había peleado más batallas de las que podía contar con todos sus dedos. Ambos estaban destinados a huir de sus países. Y ambos querían dejarse a sí mismos detrás.
Fue así que, después de plantar minas en calles habitadas por civiles, disparar a soldados solitarios de manera subrepticia, incendiar campos por donde avanzaban los Aliados hacia Berlín y otra serie de actos que solo le causaban vergüenza y deshonor ante su patria, sí mismo y la mujer que amaba, Luther Pankow se revistió de André Jones Parry. Cuando bajaron en el puerto de Buenos Aires, el ahora Luther anotició al nuevo André de una colonia de galeses instalada en la costa de Chubut. Si algún día necesitara esconderse, allí sería el lugar ideal. Nadie preguntaba la procedencia exacta ni las razones que lo habían arrastrado al confín del mundo. André y Luther se dieron la mano y se desearon suerte. Lo último que había visto del nuevo Luther, había sido el sellado en su pasaporte y su espalda al entrar en la ciudad de la bruma en horas de la mañana.