En la ciudad de fuego

19. Trabajos

Buenos Aires. 1947

 

El trabajo en la editorial resultó ser demandante y extenuante. No obstante los obstáculos —el castellano tan complicado de escribir, un editor que se le insinuaba, el edificio viejo en una callejuela de Liniers y el viaje diario entre Villa del Parque y las cinco estaciones que la separaban de su trabajo—, Greta era feliz.

Trabajar con libros le daba una satisfacción inesperada. Podía vivir a caballo entre dos mundos. Por momentos, se encontraba de nuevo en la salita de fräu Edwina, donde exhibían bien visible el cuadro del Führer. Allí era donde leía los libros en alemán que traían en barco a montones, pues nadie se ocupaba en ese momento de la cultura propia en Alemania pero esta era bienvenida en países como la Argentina o Brasil a donde habían llegado alemanes refugiados y otros escondidos.

La pequeña editorial, de nombre Der Vorleser, traducía novelas de suspenso, terror y policiales. Al menos esos eran los libros que llegaban al escritorio de Greta. A veces, por un descuido o por exceso de trabajo del otro traductor, le llegaba algún manifiesto o ensayo contrario al régimen nacionalsocialista. Greta no podía estar segura, pero creía haber visto periódicos alemanes en la oficina del editor. Temía un rechazo de su parte, o aún peor, un despido, pero todo la llamaba a pedir prestado uno de esos ejemplares para conocer el destino de su país amado.

Por otra parte, Greta no podía evadir la responsabilidad que le suponía saber que fräu Edwina se encontraba todavía en Alemania. Herr Müller le había prometido que su hermana estaba bien, resguardada en el campo y sí, quizás pasando un poco de hambre y frío, pero viva al fin. Los contactos de herr sir eran tan extensos que llegaban a Europa fácilmente, por lo que era dable creer en su promesa sobre su tía. Pero, más lo conocía, menos lo conocía. Müller era un hombre sumamente cerrado y sus palabras eran capaces de decir las mentiras de forma tan convincente como las verdades.

La realidad fue que Greta nunca se animó a pedir uno de esos periódicos viejos y a veces rotos que llegaban en los barcos desde el país germano. Recordaba las indicaciones que su padre le había dado la noche anterior a su primer día de trabajo: «procura no resaltar. Ocúpate del trabajo que te den y no pidas más. Intenta confundirte con el resto de la gente». Luther, ahora llamado André, le había dicho lo mismo, solo que en palabras que sonaban reconfortantes y no a amonestación.

—Greta, Greta —ella tenía la mirada perdida entre los autos que iban y venían—, ¿estás ahí? —André se rio y, al sonido de esa risa tan conocida y añorada, Greta sonrió y lo miró de frente. Estaban en el Café Tortoni, en el bello barrio de Montserrat. André vivía allí cerca, en un departamento con la ventana verde descascarada—. Ahora que estás conmigo, te quería felicitar por tu nuevo trabajo, por eso te traje aquí.

Greta sonrió. Realmente era un hermoso lugar con mucha historia, empezando por el café gemelo que existía en París.

—Atiéndeme a lo que quiero decirte: intenta ser discreta, no te hagas notar. Cuando llegue el invierno, podrás empezar a usar ropas más oscuras y abrigadas. Recuerda cómo era cuando éramos dos niños. No mimetizábamos con la gente para que a nadie le pareciéramos distintos.

—¿A qué viene esto? Es solo un trabajo.

—No, Greta. No te olvides de que este país fue neutral durante la guerra. Eso significa que si encuentran algún sospechoso de haber colaborado con el régimen del Führer, pueden entregarlo a la justicia internacional. Todavía no estás segura. Von Wegberg, ese viejo astuto, te legó un apellido demasiado pesado.

—Pero ya no uso ese apellido, Luther… André. Perdón, todavía no me acostumbro.

—No sabemos si se les ocurre hacer una búsqueda sobre ti o se fiarán de tu carita de ángel. Te cuidado, por las dudas. Por mí. Porque tenemos que casarnos todavía.

La mirada de Greta se había vuelto a perder sobre la Avenida de Mayo. Con todo, miró de pronto a André con los ojos bien abiertos. Quería preguntarle si había oído bien esa última afirmación pero no encontraba su voz.

—Sí, Greta. Yo me casaré contigo. Seguiremos siendo una familia, como ha sido desde el comienzo.

Los días de Greta Müller transcurrían de este modo. Por la mañana se levantaba temprano y tomaba un colectivo que la llevaba a Once y luego el tren hasta Liniers. Allí caminaba quinientos metros y llegaba a su lugar de trabajo. La oficina se infestaba con el olor del cigarrillo del otro traductor. Ella no podía quejarse ya que era la nueva. Como se decía en este país, debía pagar el derecho de piso.

Los domingos eran los días más esperados. El único en toda la semana que tenía libre, llegaba a Montserrat, a la Plaza de Mayo, y allí se encontraba con André. Era siempre la misma hora, que ambos esperaban con gran anticipación: las diez de la mañana.

André siempre traía alguna sorpresa: un lugar que visitar, un café que tomar, una torta para degustar.

—¿En qué trabajas, André? —Greta lo hacía partícipe de su trabajo en la editorial pero él nunca contaba de qué manera se ganaba la vida.

—¡Greta! ¡Pequeña! Menos preguntas y más disfrute. Tenemos solo un día a la semana para vernos, quiero disfrutar contigo y conocer cada detalle de tus lunes a sábados en la editorial y en la casa de herr Müller, mein Vater[1]. Ja ja.

La realidad de André era que la guerra no lo dejaba claudicar. Incluso al otro lado del mundo y con otro nombre, Alemania y Luther Pankow-Heinersdorf lo perseguían. En el puerto, al bajar del barco, un hombre lo había interceptado. Se llamaba Arthur Schols, y lo había descubierto alemán a pesar del nombre galés con que se presentó. Se dieron la mano cuando terminaron de hablar. Días después, André se había acercado a un edificio de la Avenida de Mayo, cerca del Palacio Barolo, y se había entrevistado con un escribano de apellido Klein.




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