Buenos Aires. 1948
Herr Müller, un hombre que había crecido creyendo que carecía de emociones, estaba nervioso. En los últimos tres años había compartido su hogar con la muchacha a quien llamaba su hija, si bien el título de padre nunca le había sentado. Le había abierto las puertas de su vida a una joven alemana que hubo llegado al país en malas condiciones y que luego se cargó al hombro la tarea de velar por el hombre que había arriesgado su vida para traerla al país. También se había convertido en un ama de casa ejemplar y, cuando se animó, en una empleada traductora dependiente solo de sí misma.
Nadie había preparado al padre de la novia para las emociones que sentiría en los días previos a la boda. Los sentimientos encontrados de alivio por la pronta partida de los novios y de ansiedad por la pérdida de su compañera de pocos años rugían en su interior. Por momentos, pensaba que el tiempo juntos no le había bastado para conocer a su hija, e imaginaba que proponía a los novios que se quedaran una temporada más en Buenos Aires. Otros momentos, preparaba el cheque con el que les regalaría (y que les serviría para asentarse en Chubut) y se veía despidiéndolos en la terminal de ómnibus.
Para Greta, los últimos días en la casa de su padre le habían dejado un sabor agridulce en el paladar. ¿Realmente se estaba yendo? Su inminente boda era todavía una fantasía más que una realidad. Parecía lejana aunque estuviera a pocos días de distancia.
La relación entre Greta y herr Müller se había tornado más fría de lo habitual, como si de una larga y lenta despedida se tratase. La joven seguía cuidando de la casa y preparando las comidas. Incluso puso un aviso en el periódico para conseguir una mucama que limpiara la casa de herr sir cuando ella ya no estuviera y preparara su comida.
Como los novios no querían derrochar en gastos superfluos, Greta tomó un vestido de silueta avispa y pollera volada de color rosa y le agregó un par de zapatos de charol blancos, un cinturón del mismo color y una cartera en tono rosa. De todos modos, su cartera sería sostenida por la señora Blayney durante la ceremonia religiosa.
La iglesia había sido erigida entre 1833 y 1865. Al principio era solo una capilla acompañada de un hospital y una huerta, bajo el amparo de los monjes franciscanos. Tenía un órgano instalado en 1842, en el que sería tocado el Ave María que precede a toda ceremonia de matrimonio. Este sería el momento en que Greta haría su entrada del brazo de su padre, a quien el semblante se le descomponía con cada paso que los acercaba al altar.
La ceremonia fue sencilla y con pocos participantes. La pareja que había estado en las catequesis matrimoniales se habían hecho el tiempo de acompañarlos en el paso definitivo.
Cuando cada uno de los novios hubo dicho que sí, la emoción arremetió desde su interior y Greta comenzó a llorar. Ese momento, ese preciso instante, había sido largamente soñado desde el momento en que las tropas alemanas tomaron a Luther y lo llevaron a batallar.
Para André, ese momento borraba todo: el hambre y el frío de la niñez, la guerra de la juventud, el matrimonio de Greta en la temprana adultez, los trabajos sucios después, el viaje en barco y el rastreo que lo llevó nuevamente a Greta. Borró todo y dejó solo lo bueno: las comidas robadas compartidas en su refugio de la estación de trenes, los trabajos con el Ejército de Salvación, la única carta que pudo escribir a Greta, el baile con la música de Danubio Azul, el reencuentro en la estación frente a la Plaza Miserere.
Para ambos, era el comienzo. Como si toda la vida anterior hubiera sido un preludio para ese momento, se abrazaron llorando.
Robert y Rosemary se acercaron a abrazar a los novios, luego herr Müller dio algunas muestras de afecto. Finalmente fueron felicitados por el matrimonio de la parroquia y el mismo padre Juan. Ya tenían todo organizado. Durante algunos días, serían recibidos por los Blayney. Luego tomarían el colectivo a Trelew, y de allí a Gaiman. Después de dar por terminado el contrato de alquiler de la casita de Balvanera, Robert y Rosemary seguirían el mismo recorrido que la joven pareja.
El tiempo pasa volando cuando uno es feliz. Eso sintió Greta durante el tiempo que vivieron en casa de los Blayney. Luego preparó una valija, donde debía caber todo lo necesario, y se fue a la terminal de ómnibus junto a André. Detrás dejaron pocas cosas, acostumbrados ya a cargar con poco equipaje en el viaje por la vida.
El día que llegaron a Gaiman, el 6 de noviembre de 1948, se registraron en una pequeña hostería y luego salieron a recorrer. Frente a una gran fuente blanca que dejaba caer agua, tiraron una moneda y pidieron el deseo de poder ser felices allí donde estaban por mucho, mucho tiempo. Luego se besaron en medio de un abrazo. Eran jóvenes y felices, con toda la vida aún por delante.