Cada paso hacia el campus universitario se convierte en un desafío. El sol de la mañana parece demasiado brillante, y el ruido de la multitud alrededor de mí se convierte en un zumbido ensordecedor. Trato de controlar mi respiración, pero parece que mis pulmones no pueden tomar suficiente aire. Las palmas de mis manos están sudorosas y mi corazón late con fuerza, como si estuviera tratando de escapar de mi pecho. Sé que tengo que llegar a clase, pero la ansiedad me paraliza y de alguna forma me aterra.
Mis pasos se vuelven más lentos mientras me acerco al edificio principal. La gente pasa a mi alrededor, apresurada y sin notar mi lucha interna. Intento mantener la compostura, pero mi mente está en modo de alerta máxima, buscando peligros invisibles en cada esquina, en cada sombra, en cada susurro.
Finalmente, llego al baño del segundo piso, mi refugio temporal. Las lágrimas amenazan con brotar mientras me apoyo contra la puerta cerrada. Respiro profundamente, tratando de encontrar algo de calma en medio de la tormenta que está ocurriendo dentro de mí.
Me siento en el suelo frío, abrazando mis rodillas contra mi pecho. Cierro los ojos y me obligo a recordar que estoy segura, que todo está bien, aunque mi cuerpo y mi mente me estén diciendo lo contrario en este momento. Trato de recordar las técnicas que aprendí en terapia, pero la sensación de pánico sigue apoderándose de mí.
El sonido de la puerta del baño se abre y cierro más fuerte los ojos, deseando estar sola. Escucho pasos acercarse y mi corazón se acelera aún más. ¿Qué pensarán los demás si me encuentran aquí, hecha un desastre en el suelo del baño?
—¿Hola?— escucho una voz suave y amable. —¿Estás bien ahí adentro?.
Siento una mezcla de alivio y vergüenza. No puedo hablar, no puedo moverme. Solo asiento con la cabeza, esperando que la persona se vaya y me deje en paz.
—Parece que estás teniendo un mal día— dice la voz, más cerca ahora —No estás sola, ¿sabes? Todos tenemos momentos difíciles. ¿Puedo ayudarte en algo?.
Sus palabras me sorprenden. No esperaba que alguien se preocupara lo suficiente como para detenerse y ofrecer ayuda. Me limpio las lágrimas con la manga y finalmente levanto la mirada para encontrarme con los ojos comprensivos de una chica que apenas conozco.
—No... no, estoy bien— musito.
Siento como aquella chica se aleja a paso firme, y me siento en el cubículo del baño, sobre la tasa del inodoro, mis manos se van automáticamente a mi rostro y solo lagrimas salen de mis ojos. Quizás lo mas sensato era saltarme las clases y luego excusarme. Espere que el baño estuviera vacío para salir, y encontrarme con mi reflejo entre los tantos espejos que ahí habían, era un desastre, mis ojos rojos y el delineado corrido. ¿Qué estaba haciendo mal? ¿por que mis terapias no servían? o mas bien era lo que creía.
A los 8 años comencé con todo este duelo y dolor que he debido cargar, cuando una tarde arrebataron mi infancia, jamás pensé que siendo tan pequeña podía sentir tanto malestar emocional al punto de querer morir, y de esa forma intentarlo más de 13 veces a lo largo de mi vida. Ahora con 22 años estando en mi cuarto año de universidad, puedo notar que hay mas de lo que se ve a los 8 años.
Sentir mis pasos, los ruidos y bullicios lo hacían mas difícil. Tome un taxi y fui hasta la consulta de mi psicóloga. Llevábamos conociéndonos 2 años y medio, pero en todo ese tiempo nada en mi había cambiado, incluso si lo intentaba las cosas solo parecían ir mas complicadas.
Mi diagnostico: Depresión severa, combinado con trastorno limite de la personalidad y autismo nivel 1.
Vaya combo con el que cargaba.
Me siento frente a la psicóloga en su acogedor consultorio, sintiendo un nudo en la garganta mientras intento reunir el coraje para decir las palabras que me atormentan. Ella me mira con comprensión, esperando pacientemente a que empiece a hablar.
—Me siento tan perdida— empiezo, mi voz apenas un susurro —Cada día es una batalla, y estoy cansada de luchar. A veces, siento que no puedo seguir adelante.
Las lágrimas empiezan a caer por mis mejillas, pero ya no me importa ocultar mi dolor. La psicóloga me pasa una caja de pañuelos y me da un gesto de ánimo para que continúe.
—Siento que soy una carga para todos a mi alrededor— confieso, sintiendo el peso de la culpa aplastándome. —Mi familia... todos estarían mejor sin mí.
La psicóloga me escucha atentamente, sin juzgar, y me anima a seguir compartiendo mis sentimientos más oscuros.
—A veces, tengo pensamientos... pensamientos sobre morir— admito, sintiendo un escalofrío recorrer mi cuerpo al pronunciar esas palabras en voz alta —Sé que no debería sentirme así, pero no puedo evitarlo. Siento que el dolor nunca desaparecerá.
La psicóloga me toma de la mano con gentileza y me mira con ternura —Lo que estás experimentando es real y válido—me dice con voz suave— Pero también es temporal. No estás sola en esto, y hay formas de superarlo.
—¿Y que pasa si esto es lo mejor de mi? ¿Mi mejor versión y no hay mas?.
—¿Qué te hace pensar eso Dan?.
—Llevar 2 años en terapia y aun así seguir sintiendo la misma mierd... lo siento.
—Danielle, la terapia es solo un camino, es solo una pequeña empujadita en tu vida para sacarte del "hoyo" en el que dices estar, al igual que los fármacos, esto no es magia, es solo uno de los caminos que como doctores te mostramos.