.
Lo deseé como se desea el agua en el desierto, y una vez más, el universo pareció escucharme. Los latidos de mi corazón retumbaban con fuerza dentro de mi pecho, como si cada uno gritara su nombre. Él se gira y me sonríe. ¡Cielos! Mi poeta... aquel hombre dulce que escribía versos en mi alma, se había convertido en un demonio furioso, dispuesto a condenar a muerte por mí.
«Muerte», pienso, y la realidad me golpea de nuevo como un balde de agua fría. El otro tipo está en el suelo, con el rostro cubierto de líquido carmesí.
—¡Diego! —exclamo, con la voz quebrada entre el miedo y la confusión—. ¡Déjalo! Lo estás lastimando mucho, podrías meterte en problemas... y créeme, no vale la pena.
—¡Maldito desgraciado! —gruñe con la voz cargada de rabia—. Se lo merece por haber intentado tocarte —dice mientras lo toma por el cuello con fuerza y le propina otro golpe directo al rostro, haciendo que el hombre escupa líquido carmesí como si su alma quisiera salir por la boca.
Sin pensarlo dos veces, corro hacia él. Me inclino con rapidez, tocando suavemente su hombro, intentando llamarlo de vuelta a mí.
—Diego… Me alegra que estés aquí. Te extrañé tanto… No dejes que este idiota nos arruine la noche —le susurro con angustia, rogando que su furia se disipe, que vuelva a ser el hombre que conocí entre palabras dulces y promesas calladas.
Él lo suelta finalmente, como si mis palabras fueran la única cadena capaz de detenerlo. Se pone de pie con la respiración agitada y me toma de las manos con fuerza. Sus ojos se clavan en los míos, intensos, vibrantes, llenos de algo que me atraviesa el alma. Luego, con una delicadeza desconcertante, acaricia mi rostro como si temiera romperme.
—También te extrañé, mi bella Elizabeth —susurra, y su voz se convierte en un bálsamo que empieza a curar la herida invisible que me dejó su ausencia.
—Eli, te estaba buscan… —escucho la voz de Adelaida, mi amiga, que se corta abruptamente. Giro mi atención hacia ella y noto que está pálida, tal vez por la escena que acaba de presenciar. Mira al hombre en el suelo, luego a Diego, y finalmente a mí, con los ojos muy abiertos—. ¿Qué pasó aquí? —tartamudea—. ¿Y quién es este? —pregunta, señalando con la barbilla a mi señor poeta.
—Esto no se quedará así —escupe el tonto del suelo, levantándose tambaleante antes de salir a toda prisa del baño. En su prisa, empuja a Adelaida sin siquiera mirarla.
—¡Elizabeth! —insiste mi amiga, ahora más alterada, esperando que le dé alguna explicación lógica a lo que acaba de presenciar.
—Él es Diego, el chico del que te hablé —respondo, sintiendo el ardor en mis mejillas. Esta vez no es el efecto de ninguna bebida, sino por la emoción cruda de tenerlo frente a mí de nuevo—. Pero salgamos de aquí. Luego te explico todo con calma.
Adelaida observa a Diego de arriba abajo, y luego se cruza de brazos con una expresión que mezcla juicio con fastidio.
—Como que a ti te hace falta ir a terapia para controlar la ira —comenta, claramente molesta—. No estamos en la era de las cavernas para resolver todo a los golpes.
Diego alza una ceja, ofendido, pero antes de que diga algo, intervengo en su defensa.
—Si no fuera por él, ese idiota que acaba de irse podría haberse propasado conmigo. Todo gracias a que tú no me acompañaste —le recrimino sin filtro.
Adelaida abre la boca para defenderse, pero ya no tengo ganas de discutir. Tomo la mano de Diego y salgo con él del baño, ignorándola por completo.
En nuestro camino, noto que un chico nos observa con el ceño fruncido. Paso tan cerca de él que casi lo empujo sin querer, pero no me detengo. En este instante, todo lo que no sea Diego me resulta irrelevante. Necesito respuestas. Necesito entender cómo es que está aquí, frente a mí, después de todo.
Diego me detiene a medio camino, rodea mi cintura con su brazo y me atrae contra su cuerpo con posesividad. Su cercanía me abruma… pero me encanta. Siento su respiración agitada en mi cuello, y mis piernas casi flaquean por la intensidad de su mirada.
—Estoy feliz de haberte encontrado. Cuando desperté y no estabas, juro que el cielo se tornó gris como mi mundo. Solo tu presencia hace que mis días sean cálidos y llenos de color, mi preciosa Elizabeth —me dice, y sus palabras me desarman por completo.
Acaricia mi rostro con tanta ternura que por un instante me olvido de todo lo demás. Me mira como si yo fuera lo más valioso que tiene en la vida. Y aunque sé que esto debería asustarme, lo único que siento es una calidez profunda envolviendo mi pecho.
—Bésame —ordena con voz grave y suave a la vez, y yo, como si estuviera bajo un hechizo, cumplo su petición.
Sentir sus labios contra los míos es como sumergirme en un océano de emociones. Son suaves, dulces, adictivos. Más dulce que la miel, más embriagador que el vino, más necesarios que el aire.
—¿Cómo me encontraste? —pregunto entre susurros, mientras nos movemos lentamente en medio de la pista de baile, como si estuviéramos solos en el mundo.
—No fue fácil —responde, sin apartar la vista de mis ojos—, pero te dije que soy capaz incluso de mover cielo y tierra con tal de volverte a tener.
—Eso me agrada, pero no responde a mi pregunta —insisto, sonriendo apenas.