.
De vuelta al presente.
Por supuesto que maldigo ese día. Y más aún, el momento en que creí que había encontrado al amor de mi vida, a esa persona con la que quería compartir el resto de mi existencia. Qué ingenua fui. Qué cruel fue la vida al permitirme soñar con una felicidad que nunca existió realmente.
Con el dorso de la mano, me limpio las lágrimas que se empeñan en salir, tercas, como si quisieran seguir liberando el dolor que guardo dentro. Luego estaciono el auto en la orilla del camino, rodeada de un paisaje verde que en otro momento habría considerado hermoso. Ahora, es solo un telón indiferente a mi tristeza.
Salgo del vehículo lentamente, sintiendo un enorme peso y me recuesto sobre la puerta, buscando consuelo en la frescura del aire. Una brisa suave acaricia mi rostro, llevándose con ella parte de mi desesperanza, pero no lo suficiente. Intento sonreír, pero en su lugar, el nudo que tengo atravesado en mi garganta se aprieta aún más y me rompo, finalmente. Sin contención, sin disimulo. Empiezo a llorar como si por fin hubiese recibido permiso para hacerlo.
Me pregunto una y otra vez en qué fallé. ¿Fui insuficiente? ¿Acaso merezco su traición? ¿Hice algo que lo empujara a buscar consuelo en otros brazos? ¿Soy yo la culpable?
El pecho se me oprime con una fuerza insoportable. Me duele. Me duele tanto que incluso me cuesta respirar. Las lágrimas ruedan salvajes, sin tregua, por mis mejillas y el llanto entrecortado me deja sin aire. Lo peor de todo es que, a pesar de todo, aún lo amo. Y eso me destruye un poco más.
Los minutos pasan lentos, arrastrándose como si el tiempo supiera que estoy atrapada en este instante de angustia. Todo es silencio, excepto por el susurro del viento y mis sollozos. Hasta que el sonido de un motor se aproxima y me obliga a salir de mi trance. Un vehículo se estaciona detrás del mío, y al mirar por el retrovisor noto que se trata de una patrulla policial.
Me limpio el rostro con torpeza, tratando de borrar las señales de mi derrota, de mi llanto. Sé que es inútil: mi nariz está roja, los ojos hinchados, y mi expresión delata el desastre emocional en el que me encuentro.
Dos agentes descienden del auto. Sus pasos firmes retumban en el silencio del camino.
—¿Señorita, viene sola? —pregunta uno de ellos, con tono amable pero firme.
Desvío la mirada de inmediato, avergonzada de que me vean en ese estado tan deplorable.
—Sí... pero ya estaba por marcharme —respondo, intentando sonar tranquila.
—¿Se encuentra bien? —insiste el agente.
Levanto la vista por un segundo y, por un instante fugaz, me parece conocido. Sus facciones me resultan familiares, pero no logro ubicarlo. Descarto la idea rápidamente. Además, no puedo sostenerle la mirada; no quiero que note lo rota que estoy.
—Sí —contesto con voz baja—. ¿Estoy cometiendo alguna infracción?
—No —responde el agente—. Pero es peligroso quedarse aquí sola. Este camino no es muy transitado.
Asiento, sintiéndome aún más incómoda. Aunque no los miro directamente, puedo percibir que uno de ellos me observa con atención. Siento su mirada sobre mí, pesada, inquisitiva.
Por el rabillo del ojo, veo al otro acercarse al auto y asomarse por la ventana, como inspeccionando.
—¿Puedo irme? —pregunto, deseando escapar de la situación cuanto antes.
—No sin antes mostrar sus documentos —me indica uno de ellos.
Siento una punzada de nervios en el estómago. Nuestra empresa es proveedora de uniformes para el departamento de policía, y mi padre es bastante conocido en la ciudad. Temo que al ver mi nombre, me relacionen con él, y no quiero dar explicaciones. Aun así, no puedo negarme. Obedezco. Tomo mi cartera y empiezo a buscar los documentos con manos temblorosas.
Entonces, el otro agente interviene:
—No es necesario. Dejemos a la señorita marcharse.
Alzo la mirada, sorprendida, y él me dedica una pequeña sonrisa que, por alguna razón, me pone aún más nerviosa. Esa expresión amable me desconcierta. Estoy casi segura de haberlo visto antes, pero no logro recordar dónde.
—Que tenga buen viaje. Y por favor, parta ahora. Como mi compañero le explicó, no es seguro quedarse aquí —dice el agente que me habló primero.
—Gracias —musito, aliviada, y sin perder tiempo me subo al auto, encendiendo el motor de inmediato.
Mientras manejo, trato de estabilizar mi respiración, pero no me da tiempo. El celular comienza a sonar y, sin mirar la pantalla, activo el manos libres.
—Elizabeth, ¿dónde estás? Tengo hambre y no hay nada preparado —me reprocha Diego al otro lado de la línea, con ese tono de superioridad que últimamente se ha vuelto habitual.
Siento una punzada directa al corazón. Cuánto ha cambiado el trato entre nosotros. Qué lejos ha quedado su dulzura del comienzo, mi señor poeta ahora es solo un sueño lejano.
—Tuve un imprevisto, pero ya voy de regreso. ¿Quieres que te compre algo de camino?
Ni siquiera sé por qué le ofrezco eso. ¿Miedo? ¿Costumbre? ¿Negación? Quizá es una mezcla de todo. Quizá me aferro a la esperanza de que algo, por mínimo que sea, aún se pueda salvar entre nosotros.