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De vuelta al pasado.
No puedo dejar de mirar el anillo que llevo en mi mano. Diego me sorprendió con su repentina propuesta de matrimonio. Al principio creí que era una broma, pero cuando lo vi estacionarse a medio camino y luego gritar como un loco que me amaba, que deseaba pasar el resto de su vida conmigo a media autopista, supe que hablaba en serio.
Aún siento que mi corazón se acelera cuando recuerdo el preciso momento en que se puso de rodillas y sacó la sortija de compromiso. Muchos de los transeúntes empezaron a tocar el claxon, algunos incluso grabaron vídeos, convirtiendo el momento en algo inolvidable.
Ni siquiera lo pensé cuando dije: “acepto”.
Me recojo el cabello en una coleta y sonrío frente al espejo. Mis ojos verdes se ven más brillantes, se nota lo feliz que estoy.
Salgo del baño y me acerco a la cama. Diego me dedica una media sonrisa.
—¿Qué haces despierta tan temprano?
—Tengo que ir a trabajar —le recuerdo mientras me inclino para darle un beso suave.
Aún se percibe en el aire la cercanía de la noche que compartimos, cargada de ternura y pasión.
—¿No puedes faltar solo por hoy? —pregunta al tiempo que me toma por la cintura y me atrae hacia él.
—No es correcto —digo, sintiendo cómo un cosquilleo me recorre la piel cuando me susurra al oído.
—¿Y si te lo suplico?
—No me lo pongas difícil —le pido, riendo entre dientes.
Sus caricias son cálidas, y el modo en que me abraza logra hacerme olvidar por un instante el mundo exterior. Me dejo envolver por su cuerpo, mientras nuestros labios se encuentran en un beso profundo, cargado de emociones.
Pero entonces, el timbre insistente del celular rompe el encanto del momento.
—Lo siento, debo responder —susurro con pesar.
Al tomar el celular, veo que es mi padre quien llama. Me aparto con rapidez y me acomodo la bata, aún tratando de recuperar el aliento.
—Buen día, padre —saludo, intentando sonar serena.
—¡Elizabeth!, ¿me puedes explicar por qué aún no te has presentado a trabajar? Tenemos una reunión con un cliente importante y llevas cinco minutos de retraso —se escucha bastante molesto al otro lado del teléfono. Su voz me atraviesa el oído como un disparo de realidad.
—Lo siento, ahora mismo salgo para allá —respondo con prisa, antes de colgar.
Giro mi cabeza y lo veo. Diego está medio recostado sobre la cama revuelta, el cabello despeinado y la respiración aún agitada. Su mirada cargada de deseo me atraviesa, y no necesita decir nada para que mi cuerpo recuerde lo que acaba de ocurrir entre nosotros.
—No puedes dejarme así... me vas a volver loco —dice con voz ronca, mirándome con desesperación y sin molestarse en ocultar lo que su cuerpo siente.
—Tendrás que hacerte cargo tú mismo —le contesto, mientras intento desesperadamente ponerme la blusa. Su mirada evaluadora me sigue en cada movimiento.
—Nada puede ser más importante que yo —se queja con voz grave, como si no acabara de escuchar la conversación que tuve segundos antes.
—Olvidé que tenía una reunión importante. Si pierdo el contrato, mi padre no me lo perdonará. Nos vemos en la tarde —me despido de él sin darle espacio a más excusas, porque sé que si lo hago, terminaré cediendo. Otra vez.
Salgo corriendo del departamento, bajando por las escaleras como si el tiempo pudiera alcanzarme y deshacer el desastre que ya estoy causando. En el trayecto, me miro en el reflejo del vidrio del ascensor: el maquillaje ligeramente corrido, el cabello revuelto. Esto es inaceptable, rápidamente me retoco el maquillaje y me arreglo el cabello quedando aceptable.
Al llegar al edificio de la empresa, Adelaida ya me está esperando frente a la entrada. Tiene el portátil bajo el brazo y el folder de la presentación en la mano.
—Arréglate la blusa —me indica en voz baja, mientras lanza una rápida mirada a mi pecho, evidentemente preocupada.
Obedezco al instante, abrochando y desabrochando con manos temblorosas. Aunque no dice nada, su rostro lo dice todo. No necesito que hable para saber que me estoy comportando como la sombra de la mujer profesional que alguna vez fui.
—¿Está mi padre en la oficina? —pregunto, temiendo la respuesta.
Ella asiente con una ligera inclinación de cabeza.
Trago saliva, intento calmarme y camino con paso seguro hasta su despacho. El taconeo firme me ayuda a recordarme que soy una empresaria. Una líder. Una mujer capaz.
Entro a la sala de juntas y me transformo en lo que se espera de mí. Estoy de nuevo en control.
Nuestro cliente ya está esperándonos. Es el ministro de defensa, un hombre de alrededor de sesenta años, de mirada inquisitiva y modales sobrios. Tiene la responsabilidad de aprobar la propuesta para la confección de los nuevos uniformes militares. Nada menos que un contrato millonario.
Le doy la bienvenida con una sonrisa profesional, estrechamos las manos y comenzamos. Presento nuestra propuesta con seguridad: le explico la calidad de las telas, su durabilidad en condiciones extremas, el diseño ergonómico y el valor competitivo. Sé que estamos ofreciendo algo excelente. Me aferro a eso como si fuera mi única salvación.