.
—¡Señor, no puede estar aquí! ¿Acaso no leyó el letrero que indica: “Solo personal autorizado”? —exclama Adelaida, visiblemente molesta. Sus cejas fruncidas y el tono seco de su voz dejan claro que no está de buen humor—. Lo siento, jefa… Ni siquiera me dió tiempo de anunciarlo —añade, refiriéndose a Diego, con cierto fastidio.
—Elizabeth y yo estamos comprometidos, no soy ningún desconocido. Además, solo soy un pobre enamorado que desea darle una sorpresa a mi futura esposa —se excusa él con una sonrisa encantadora y ese aire de confianza que a veces puede resultar encantador… o irritante, dependiendo de quién lo mire.
—Me importa un pepino quién diablos seas. En esta empresa hay reglas que seguir, y yo desempeño un trabajo por el cual me esfuerzo día con día para que sea impecable. Y por tu culpa, el señor Matta me ha llamado la atención —replica ella, furiosa, apretando los labios como si contuviera algo más que desea soltar.
—¡Por favor! Cálmense los dos —intervengo, intentando mediar antes de que aquello escale aún más—. Adelaida, sé que eres una excelente empleada, y valoro mucho tu compromiso, pero Diego tiene razón: él no es ningún desconocido.
Volteo hacia él y suavizo el tono.
—Cariño —digo con ternura—, muchas gracias. Eres increíble. Te agradezco que siempre me tengas presente, incluso en medio de mi ajetreo laboral.
Diego se acerca sin dudar y me da un beso rápido, como si quisiera marcar su territorio frente a Adelaida.
—¿Por qué no cancelas todos tus compromisos y nos vamos de aquí? Podemos celebrar tu nuevo contrato —sugiere, mirándome con esos ojitos brillantes que me hacen derretirme.
No puedo negarme ante esa expresión. Me conoce lo suficiente como para saber cómo persuadirme, y lo logra con facilidad.
—De acuerdo —acepto sin rodeos—. Adelaida, por favor, cancela todos mis compromisos. Saldré con mi prometido.
Ella abre los ojos de par en par. Su expresión es una mezcla de sorpresa, decepción y algo más que muestra desde que conoció a Diego, pero yo no sé descifrar del todo. De pronto el silencio entre nosotras se vuelve espeso.
—Elizabeth, la señora Suzette llamó para tomar el té contigo. ¿También debo cancelarle a tu madre? —pregunta, con la lengua afilada y una mirada que casi me acusa de mala hija.
—No escuchaste a tu jefa. Limítate a hacer bien tu trabajo y obedece —interviene Diego, en un tono autoritario que me incomoda ligeramente, pero antes de decir algo, noto que Adelaida lo ignora por completo.
Ella mantiene su mirada fija en mí. No comprendo por qué le cae tan mal Diego. Ambos son importantes para mí. Me gustaría que se llevaran bien, que pudieran convivir en armonía… aunque empieza a parecer una tarea imposible.
—Diego, espérame en la recepción, por favor —le pido, manteniendo la compostura.
Él obedece sin chistar, lanzándome una mirada cómplice antes de marcharse. Tan pronto lo veo alejarse, Adelaida bufa con fuerza.
—Adelaida, vamos a mi oficina. Tenemos que hablar —digo con firmeza, conteniendo un suspiro.
Ella se gira y me sigue a regañadientes.
—Eli —me dice en cuanto cerramos la puerta, usando el tono informal que solo utiliza cuando estamos a solas—. No voy a hablar contigo de jefa a empleada, sino de amiga a amiga. Te aprecio mucho, y lo sabes. Por eso te diré lo que pienso con total honestidad: ese tipo no me agrada en absoluto. Es un entrometido… y su dulzura excesiva empalaga.
Suelto un suspiro largo. Este día ya se siente eterno, y apenas va a la mitad.
—También te aprecio, Adi —respondo, usando su apodo con cariño—. Nos conocemos desde que éramos niñas. Siempre te he escuchado, siempre. Pero esta vez no puedo hacerlo. Estoy realmente enamorada, y más feliz que nunca. Diego es todo lo que siempre soñé en un hombre. Estoy decidida a defender lo nuestro con uñas y dientes.
Ella frunce el ceño, cruza los brazos y suspira con frustración.
—Eli, no te estoy pidiendo que termines con él. Solo que, antes de comprometerte, deberías investigarlo un poco más. ¿Sabes a qué se dedica? ¿Conoces a sus padres? Podría incluso ser un exconvicto…
Niego con una sonrisa irónica, como si su comentario fuera una broma pesada.
—Estoy segura de que es un buen hombre. Podría incluso meter las manos al fuego por él —lo defiendo sin dudar—. A sus padres los puedo conocer en cualquier momento. Y a qué se dedica… honestamente, no me importa. Tú mejor que nadie sabes que no juzgo a las personas por su condición económica.
—¡Esto es una locura! Estás actuando peor que cuando éramos adolescentes. Te estás dejando llevar por una falsa apariencia —me acusa con dureza, sus ojos brillan con una mezcla de enojo y frustración.
Doy un paso hacia ella, acortando la distancia entre ambas.
—Adelaida… no me hagas pensar que estás celosa de mí.
—¡Estás loca! ¡Solo me preocupo por ti! —responde con voz quebrada y un leve signo de nerviosismo.
—No lo estoy. Pero tú fuiste quien trajo a colación nuestra adolescencia. Y recuerdo muy bien que me pediste no salir con aquel chico del salón porque te gustaba. Te hice caso, puse nuestra amistad por encima del amor, pero no esta vez, Adelaida. No voy a sacrificarlo todo por tus sospechas.