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De vuelta al presente.
El sonido de la puerta al abrirse me hace despertar de golpe. Ni siquiera me doy cuenta en qué momento me quedé dormida. Parpadeo varias veces y me froto los ojos, todavía aturdida por el sueño. Me incorporo lentamente, y apenas lo hago, un dolor punzante recorre cada rincón de mi cuerpo. Supongo que pasar la noche entera en el sofá no fue la mejor decisión.
Miro el reloj. Ya pasan de las diez de la mañana.
Cielos... Por suerte, ya no tengo que preocuparme por llegar tarde al trabajo.
—Te estuve llamando para avisarte que volvería antes de lo previsto —dice Diego apenas entra, sin siquiera un saludo cordial—. Pero, por lo visto, hiciste otros planes —añade con tono seco, observándome con el ceño fruncido. Su mirada me atraviesa, cargada de reproche—. Y pensar que me apresuré a regresar porque me sentí mal por no haberte podido llevar conmigo.
—Me alegra que ya estés aquí —respondo, sin querer engancharme en su juego. Decido ignorar por completo la acusación implícita en sus palabras. No tengo energía para discutir.
Se acerca a mí con pasos medidos y seguros, y cuando lo hace, un aroma dulce y penetrante se desliza por el aire. Es un perfume femenino... uno que, para colmo, me resulta familiar. La sospecha se instala de inmediato en mi pecho. Diego se inclina para besarme, pero sin pensarlo siquiera, me aparto ligeramente, esquivando su gesto.
—¿Qué te sucede? —pregunta con fastidio, notoriamente irritado.
—Es que recién me estoy levantando —me excuso con la voz apagada, evitando mirarlo a los ojos.
—Como si fuera la primera vez —responde con un tono cargado de sarcasmo—. ¿O es que tienes a otro? Últimamente estás bastante evasiva conmigo.
Una sonrisa amarga se dibuja en mis labios.
¿Tiene el descaro de reclamarme a mí, cuando ni siquiera se ha molestado en esconder el aroma de otra mujer? Pero no digo nada. No quiero que este dolor de cabeza que ya empieza a martillarme las sienes, se convierta en una migraña insoportable.
—¿Vas a desayunar? —pregunto, buscando cerrar el tema.
—No —responde con desdén, mientras deja el abrigo en el respaldo del sofá. Comienza a aflojarse la corbata como si se deshiciera también de la máscara de consideración que siempre se pone cuando quiere manipularme—. Tu actitud me hizo perder el apetito. Es bastante frustrante entenderte. Realmente no sé lo que quieres. Me he esforzado por complacerte, pero todo tiene un límite.
Su tono, su pose de víctima, su indiferencia... todo me resulta insoportable.
La rabia sube como lava por mi pecho. Ya no puedo más.
—¿No será que el que tiene a otra eres tú? —me atrevo a decir, con la voz cargada de resentimiento.
Él se gira bruscamente, ofendido, como si mis palabras fueran una traición injustificada.
—Estás loca —espeta con desprecio—. En serio, creo que la menopausia te está llegando de forma prematura.
Toma sus cosas, sin siquiera mirarme, y sale del apartamento dando un portazo tan fuerte que hace temblar las ventanas.
Me quedo paralizada por unos segundos, hasta que finalmente dejo escapar un grito de frustración, un sonido ahogado que nace desde lo más profundo de mi pecho.
Tengo demasiados sentimientos encontrados, todos luchando por salir al mismo tiempo. Siento un nudo en la garganta, el pecho apretado, y las lágrimas, aunque intento detenerlas, comienzan a salir con fuerza amargando mi ser. Estoy al borde del colapso emocional.
No puedo seguir así. No quiero. Esta incertidumbre me consume lentamente y cada día me arranca un pedazo de alma. Merezco más. Merezco claridad, respeto... amor verdadero. No debo seguir escondiéndome del dolor ni fingiendo que todo está bien.
Ya no puedo seguir atrapada en la espera inútil de que aquel hombre dulce y tierno del que me enamoré regrese algún día. Tal vez ese hombre nunca existió, o quizá simplemente se desvaneció para siempre.
Y aunque me duela aceptarlo, sé que la única forma de sanar... es soltar.
Tomo mi abrigo y las llaves del auto con manos temblorosas, y salgo detrás de él sin pensarlo. Mi corazón late con fuerza, impulsado por la mezcla de ira, ansiedad y una pizca de temor. Esta vez no pienso quedarme con la duda. Voy a descubrir qué es lo que realmente hace cuando no está conmigo. Le pondré por fin rostro a la mujer con la que me engaña.
Camino con sigilo, manteniéndome a una distancia prudente. Él no se da cuenta de que lo sigo. Lo observo con atención, sus gestos, su postura... está hablando por teléfono. Me acerco un poco más, escondida tras un pilar del estacionamiento, apenas conteniendo la respiración.
—Princesa, me temo que debemos dejar de vernos por un tiempo —lo escucho decir—. Pienso que está empezando a sospechar de lo nuestro. No puedo echar a la borda todo el tiempo invertido en esta farsa.
«Es un desgraciado», pienso, sintiendo cómo la indignación me perfora el pecho.
Mis ojos se llenan de lágrimas, pero esta vez no me permito soltarlas. Ya no. No puedo seguir ciega a la realidad. Él claramente me ha estado engañando y, lo que es peor, su amor fue una mentira perfectamente disfrazada de bondad y dulzura. Lo supe desde que leí los mensajes en su teléfono, pero escucharlo con mis propios oídos... es como recibir un puñetazo directo al alma.