En la oscuridad de tu amor

Capítulo 8

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De vuelta al pasado.

Ahora es el día en que les daré, de manera formal, la noticia de mi matrimonio a mis padres. Reservé una mesa en un restaurante lujoso, elegante y discreto, con la esperanza de que todo salga bien. Mi único deseo es que comprendan mis sentimientos y puedan aceptar a Diego como parte de nuestra familia, sin reservas ni reproches.

En casa, Diego parece más inquieto de lo habitual. Va de un lado a otro, ha cambiado de traje tres veces y todavía duda frente al espejo. A pesar de mis palabras tranquilizadoras, sigue empeñado en dar la mejor impresión.

—¿Amor, ya estás listo? Llevo veinte minutos esperándote —le pregunto nuevamente desde el marco de la puerta.

—¿Cuál corbata me queda mejor, la de rayas o la de un solo fondo?

—La de rayas está bien —respondo sin pensarlo mucho.

—Mejor me dejo la de un solo color —decide él, desechando mi sugerencia, mientras yo me cruzo de brazos y exhalo con una mezcla de ternura y frustración.

—Lo que más odia mi padre es la impuntualidad —le recuerdo, lanzando una mirada al reloj que cuelga en la pared.

—Amor, tú te ves como una princesa. Yo... tengo que estar a la altura —dice mientras se pone un poco de loción, y luego se gira para mirarme—. Dime, ¿cómo me veo?

—Guapo y elegante —respondo con una sonrisa leve, intentando ocultar el nudo que empieza a formarse en mi estómago.

—Estoy listo —anuncia por fin, como si hubiera ganado una batalla consigo mismo.

Durante el trayecto al restaurante, Diego permanece callado, con la mirada fija en la carretera. A pesar de su usual confianza, hoy parece vulnerable, y eso me enternece más de lo que puedo admitir en voz alta.

Finalmente llegamos. El lugar es tal como lo imaginé: refinado, sereno, con una atmósfera íntima. La mesa que reservé está adornada con un mantel blanco de seda, y en el centro hay un delicado jarrón con flores rosadas frescas. Dos velas encendidas parpadean suavemente, como si quisieran infundir calma en medio de lo que presiento será una noche complicada.

No pasa mucho tiempo antes de que mis padres lleguen. Al verlos acercarse, la realidad me golpea con fuerza. El corazón me late desbocado y las palmas de mis manos sudan. Respiro hondo, preparándome para lo que viene.

Diego se pone de pie de inmediato, demostrando buenos modales, y yo lo imito con rapidez.

—Mamá, papá, me da gusto que hayan venido —digo, esforzándome por mantener la voz firme—. Él es Diego Moretti.

—Encantado de conocerla, señora Suzette. Su hija me ha hablado mucho de usted —dice Diego, dirigiéndose primero a mi madre—. Señor Octavio, es un gusto tener la oportunidad de conocerlo formalmente.

—¡Qué joven tan encantador! —responde mi madre con una sonrisa cálida que me alivia el pecho—. Me da gusto poder conocerte, Diego.

Sin embargo, al mirar a mi padre, percibo de inmediato la tensión en su rostro. Se limita a sentarse sin devolver el saludo, manteniendo su expresión seria y distante. Su desaprobación es como un muro frío e impenetrable.

El ambiente se vuelve denso, casi irrespirable. El silencio se instala entre nosotros con una incomodidad palpable. Afortunadamente, el camarero llega en ese momento para tomar la orden, dándonos un pequeño respiro. Cuando todos hemos elegido qué pedir, decido tomar la iniciativa.

—Los invité a esta recepción porque Diego y yo tenemos una noticia importante que compartir con ustedes —digo con suavidad, mientras tomo la mano de mi prometido.

Mi padre entrecierra los ojos y alza una ceja, cruzando los brazos con gesto adusto.

—Antes de que digas algo —interviene de forma brusca—. ¿De qué familia eres? —pregunta, dirigiendo su mirada afilada a Diego.

Él se remueve en su asiento, evidentemente incómodo. Cualquiera lo estaría bajo ese interrogatorio tan directo.

—Cariño —interviene mi madre con dulzura, posando una mano sobre el brazo de papá—, no creo que sea apropiado interrogar a Diego de esta manera. No seas tan duro con ellos.

Agradezco en silencio su intervención. Su apoyo, aunque discreto, significa mucho para mí en este momento.

—Mi hija, mi única y preciosa niña, quiere casarse con un completo desconocido —responde él, con la voz cargada de frustración—. ¿Y aún así crees que no es apropiado?

El camarero regresa con los aperitivos, interrumpiendo la tensión por unos instantes. Coloca los platillos con cuidado sobre la mesa, pero nadie hace el intento de probar bocado. Todos estamos demasiado atrapados en nuestras emociones como para pensar en comer.

—En realidad soy huérfano, señor. Crecí en hogares de acogida. Mi nombre y apellido me los obsequiaron las monjas que me recogieron del frente de su convento —responde Diego con cautela, midiendo cada palabra.

La sala queda sumida en un silencio denso. Mi madre lo observa con una mezcla de ternura y compasión, como si quisiera abrazarlo de inmediato. En cambio, mi padre lo escruta con una mirada afilada, como si sus ojos pudieran desentrañar lo que hay detrás de su historia.

—Entiendo —responde finalmente, tras unos segundos que me parecen eternos, casi crueles—. ¿Y a qué te dedicas actualmente?




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