En la oscuridad de tu amor

Capítulo 10

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De vuelta al presente.

Antes lloré de felicidad, de plenitud… ahora mis lágrimas nacen del arrepentimiento, del dolor más hondo, y de un rechazo visceral hacia mí misma.

La noche se hizo eterna, como un túnel sin salida, sumida entre la tristeza, el resentimiento y el eco de sus palabras que aún retumban en mi mente.

Me acerco al lavabo con pasos lentos. El agua fría resbala por mi rostro y me arranca un estremecimiento. Mis ojos están hinchados y arden. Cada vez que recuerdo su traición, y más aún la forma cruel en que minimizó mis sentimientos, el nudo en mi garganta se aprieta con fuerza. Pero no, no puedo seguir sintiéndome tan miserable, tan diminuta frente a su traición y desprecio.

Me acomodo el cabello frente al espejo, como si el gesto pudiera devolverme algo de dignidad. Luego, con la respiración contenida, salgo de la recámara. La escena que encuentro me provoca un vuelco en el estómago: Diego está en la cocina, como si nada hubiese pasado, sirviendo el desayuno con esa falsa normalidad que tanto me desconcierta.

—Amor, qué bueno que ya estás despierta. Ven, comamos —dice con una voz serena que me resulta ofensiva.

Contengo la rabia que amenaza con desbordarse. No le reclamo nada. No quiero provocarlo… no otra vez. Le seguiré la corriente, aunque por dentro me quemo viva. Apenas tenga una oportunidad, apenas esté lejos de su alcance, iré a poner una demanda porque si le perdono la primera vez, esto no acabará nunca. Además , esta pesadilla tiene que terminar porque el amor no debe ser sinónimo de sufrimiento.

—No tengo hambre —murmuro, intentando sonar firme—. Saldré a comprar algunas cosas que hacen falta para la despensa.

Me acerco a la mesita donde siempre dejo las llaves, pero no están.

—¿No has visto las llaves? —pregunto, tratando de sonar casual, aunque por dentro me invade un mal presentimiento.

Diego no responde. En cambio, termina de servir dos platos y los coloca sobre la mesa, ignorando deliberadamente mi pregunta.

—Ven, acompáñame a desayunar —dice finalmente, en un tono que suena más a orden que a invitación.

Exhalo con fuerza. Ni siquiera me había dado cuenta de que estaba conteniendo el aire. Me acerco a la mesa con la garganta cerrada. Él come con total tranquilidad, como si su mundo siguiera girando sin culpa alguna. Yo apenas puedo mirar el plato. El nudo en el estómago no me deja respirar.

—Diego… creo que lo mejor sería que hablemos de lo sucedido. Necesitamos encontrar una solución. Fingir que todo está bien no arregla nada —le digo, con la voz quebrada por la angustia.

Él ni siquiera levanta la vista. Sigue comiendo, atento a su celular, indiferente a mis palabras. Me siento como si hablara con una pared. La impotencia me arde en el pecho.

—¡Te estoy hablando! —alzo un poco la voz, incapaz de seguir fingiendo calma.

—¿De qué diablos quieres que hablemos? ¿Es que no podemos tener un día de paz? Estás enferma, mujer —responde con frialdad, mirándome con un desprecio que me congela el alma.

—Dime, ¿para qué quieres que sigamos juntos? Es obvio que tú no me quieres —le reclamo, sintiéndome quebrada.

—Claro que sí te quiero —responde con desdén, como si yo fuera una molestia, una mujer dramática a la que no hay que tomar en serio.

—¡Eso no es amor! —le espeto con dolor—. Me traicionaste. ¡Y además me levantaste la mano! Quien ama, no lastima.

Deja el plato a un lado y se levanta con fastidio. Se pone el abrigo sin siquiera mirarme.

—Ya perdí el apetito —masculla antes de dirigirse a la puerta.

—¡Deja de ignorarme! —grito, desesperada—. ¡Seguro vas a verla a ella, ¿verdad?!

—En serio, estás mal… deberías ir al psicólogo —lanza con una crueldad que me deja sin aire.

Sin pensar, le arrojo un cojín con rabia contenida, al tiempo que grito desde lo más profundo de mi pecho:

—¡Sí! ¡Tal vez debería ir! Porque siento que me estoy ahogando con todo esto… ¡con todo lo que me haces sentir!

Él sonríe con sarcasmo, como si mis palabras le divirtieran. Luego abre la puerta sin decir nada más.

Pero no puedo dejarlo ir así. No esta vez.

Corro detrás de él, con el corazón palpitando a mil por hora. Sin embargo, antes de que logre cruzar la puerta, Diego me empuja con fuerza hacia adentro. Mi cuerpo tropieza y casi caigo al suelo.

Y en ese instante, lo entiendo con claridad. Esto no es amor. Nunca lo fue.

—No estás bien, es mejor que te quedes a reflexionar sobre tu actitud.

Impotencia, frustración y una maraña de emociones imposibles de describir se arremolinan en mi pecho. Siento cómo el corazón golpea con fuerza dentro de mi pecho, como si quisiera escapar. Un calor punzante se concentra en mis sienes, y mis manos comienzan a temblar sin control. Todo en mí grita que ya no puedo más.

—¿Yo soy la que tiene que reflexionar? Sí, claro, cómo no… ¡Eres un cerdo! Un pedazo de inútil… No entiendo cómo pude estar tan ciega —escupo las palabras con la voz desgarrada por la rabia y el dolor.




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