En las montañas de la locura

CAPÍTULO 4

Sólo con mucha vacilación y repugnancia consigo obligar a m imaginación a volver al campamento de Lake, a lo que i verdaderamente encontramos allí y a aquella otra cosa detrás de la horrible barrera de montañas. Constantemente me siento tentado de no entrar en detalles y dejar que las insinuaciones sustituyan a la verdad y las deducciones ineludibles. Espero haber dicho ya bastante para pasar brevemente por alto lo demás, y con eso me refiero al horror del campamento. He hablado de los destrozos del viento, de los daños en los cobertizos, de la maquinaria hecha peda zos, de la inquietud de nuestros perros, de los trineos y demás objetos desaparecidos, de la muerte de los hombres y los perros, de la desaparición de Gedney y de los seis especímenes absurdamente enterrados, cuyos tejidos estaban tan extrañamente conserva dos a pesar de los daños estructurales, y procedentes de un mundo que llevaba muerto cuarenta millones de años. No recuerdo si he contado que al examinar los cadáveres de los perros vimos que faltaba uno. No le dimos importancia hasta después…, de hecho, s ólo Danforth y yo se la dimos. Los principales detalles que he callado se refieren a los cadáveres y a ciertos puntos sutiles que podrían ofrecer o no una espantosa e increíble explicación a aquel caos aparente. En aquel momento intenté que los hombres no pues era mucho más sencillo — repararan en ellos, mucho más normal — atribuir todo a un brote de locura sufrido por alguien del equipo de Lake. A juzgar por cómo había quedado todo, aquel diabólico viento de las montañas habría bastado para volver loco a cua lquiera a quien hubiese sorprendido en mitad de todos los misterios y desolaciones del planeta. La mayor anomalía, por supuesto, fue el estado en que se hallaban los cadáveres, tanto los de los hombres como los de los perros. Daba la impresión de que se hubiesen visto implicados en una lucha terrible y los hubiesen retorcido y desgarrado con un ensañ amiento feroz e inexplicable. La muerte, por lo que pudimos ver, había sido en todos los casos por laceración o estrangulamiento. Sin duda el tumulto lo habían iniciado los perros, pues a juzgar por las condiciones en que se hallaba el mal construido recin to era evidente que lo habían derribado a la fuerza desde dentro. Lo habían levantado a cierta distancia del campamento debido a la aversión que sentían los animales por aquellos infernales organismos arqueozoicos, pero sus precauciones parecían haber sido vanas. Al verse abandonados en mitad de aquel viento monstruoso detrás de unas finas paredes de altura insuficiente, debían de haber huido, aunque es imposible saber si del viento mismo o de algún olor sutil que fue volviéndose cada vez más intenso y que despedían los ejemplares de pesadilla. Dichos especímenes, aunque tapados con una lona, habían estado expuestos largo tiempo al bajo sol antártico, y Lake había dicho que el calor solar tendía a hacer que los extrañamente intactos y duros tejidos de aque llas cosas se relajaran y expandieran. Tal vez el viento había arrancado la lona y los había movido de modo que su olor acre se había vuelto más intenso a pesar de su increíble antigüedad. Fuera lo que fuese lo sucedido, era horrible y repugnante. Quizá se a mejor dejarse de remilgos y contarlo de una vez por todas…, pero antes quiero dejar claro que, según nuestras observaciones de primera mano y las rigurosas deducciones tanto de Danforth como mías, el desaparecido Gedney no tuvo nada que ver con los odios os horrores que encontramos. He dicho que los cadáveres estaban espantosamente mutilados. Debo añadir que algunos tenían incisiones y estaban descarnados de un modo extraño, insensible e inhumano. Tanto los perros como las personas. A los más sanos y corpu lentos, fuesen cuadrúpedos o bípedos, una especie de carnicero meticuloso les había arrancado grandes masas de tejido, y en torno a ellos había unas extrañas salpicaduras de sal, sacada de los baúles de los aviones, que despertaban las más horribles asocia ciones. Todo había sucedido en uno de los toscos cobertizos del que habían sacado el avión, y el viento había borrado cualquier indicio que hubiese podido proporcionarnos una teoría creíble. Las prendas de ropa desperdigadas y brutalmente rasgadas a causa de las incisiones no aportaron ninguna prueba. Es inútil evocar la impresión que nos produjeron las huellas apenas visibles que encontramos en un rincón, porque sin duda estaba influenciada por lo que le habíamos oído decir al pobre Lake las semanas anteri ores acerca de las huellas fósiles. Uno tenía que tener mucho cuidado con lo que pensaba a la sombra de aquellas imponentes montañas de la locura. Como he contado, al final dimos por desaparecidos a Gedney y a uno de los perros. Cuando llegamos a aquel ter rible cobertizo, faltaban dos hombres y dos perros, pero la tienda casi intacta donde habían tenido lugar las disecciones, y donde entramos tras inspeccionar las tumbas monstruosas, aún tenía algo que revelarnos. No estaba tal como Lake la había dejado, pu habían quitado de la mesa improvisada los trozos de la es monstruosidad primigenia. De hecho, ya habíamos reparado en que uno de los seis seres absurdamente enterrados que habíamos encontrado — el que dejaba aquel rastro de un olor particularmente desagrada ble — era el mismo que había intentado analizar Lake. Sobre la mesa del laboratorio había otras cosas, y no tardamos en percatarnos de que eran trozos cuidadosa a inexpertamente diseccionados de un hombre y un perro. No desvelaré la identidad del hombre par a ahorrar sufrimientos a los supervivientes. El instrumental anatómico de Lake había desaparecido, pero estaba claro que lo habían limpiado con sumo cuidado. También había desaparecido la estufa de gasolina, aunque encontramos muchas cerillas desperdigadas . Enterramos los fragmentos humanos junto a los otros diez hombres, y los trozos de perro con los treinta y cinco canes. Las extrañas manchas que encontramos en la mesa del laboratorio y los libros ilustrados que había desperdigados alrededor nos dejaron d especulaciones. emasiado perplejos para hacer Fue el peor de los horrores del campamento, pero había otras cosas no menos desconcertantes. La desaparición de Gedney, de uno de los perros, de los ocho ejemplares biológicos intactos, de los tres trineos y de ciertos instrumentos, libros científicos e ilustrados, material de escritura, baterías y linternas, comida y combustible, aparatos de calefacción, tiendas de reserva, trajes de pieles y otros objetos desafiaba cualquier conjetura razonable; igual que las manchas de tinta en varios pedazos de papel, y las pruebas de que alguien había manipulado y toqueteado los aviones y los demás artefactos mecánicos tanto del campamento como de la zona de las prospecciones. Los perros parecían tener aversión a toda aquell a maquinaria extrañamente desmontada. Y luego estaba el desorden de la despensa, la desaparición de determinados víveres de primera necesidad y los ridículos montones de latas abiertas por los sitios más inverosímiles. La profusión de cerillas desperdigada intactas, rotas y usadas constituía otro enigma menor; igual que las dos o tres lonas de las tiendas y los trajes de pieles que encontramos tirados por ahí con tajos peculiares e insólitos probablemente debidos a torpes intentos de darles formas inima ginables. El maltrato de los cadáveres humanos y caninos y el enterramiento de los ejemplares arqueozoicos dañados estaban en consonancia con aquella aparente locura desquiciada. Previendo una eventualidad como la actual, tomamos fotografías de las princip ales pruebas de aquel caos demencial del campamento y las utilizaremos para reforzar nuestras súplicas en contra de la partida de la Expedición Starkweather Moore. Lo primero que hicimos tras encontrar los cadáveres en el cobertizo fue fotografiar y abrir la fila de absurdas tumbas bajo los montículos de nieve en forma de estrella de cinco puntas. No pudimos sino reparar en el parecido de aquellos montículos monstruosos con los grupos de puntos y las descripciones que había hecho el pobre Lake de las esteat itas verdosas, y cuando hallamos algunas de ellas entre la gran pila de minerales comprobamos que el parecido era ciertamente notable. Conviene señalar que todo recordaba a la cabeza estrellada de las entidades arqueozoicas, y estuvimos de acuerdo en que e grupo de Lake debía de haber estado tan exhausto que se l habría dejado sugestionar por dicho parecido. La primera vez que vimos dichas entidades enterradas fue un momento horrible, y tanto Pabodie como yo no pudimos sino recordar algunos de los mitos prim igenios de los que habíamos leído y oído hablar. Coincidimos en que la simple y continuada presencia de aquellas cosas debió de contribuir junto con la opresiva soledad polar y las diabólicas montañas a que el grupo de Lake enloqueciera. Porque la locura — atribuida a Gedney por ser el único superviviente posible — fue la explicación que aceptamos todos espontáneamente, al menos de palabra; aunque no seré tan ingenuo de negar que todos debimos de imaginar descabelladas suposiciones que la cordura nos impidió formular con claridad. Esa tarde Sherman, Pabodie y McTighe hicieron un exhaustivo vuelo de reconocimiento sobre todo el territorio circundante y barrieron el horizonte con los prismáticos en busca de Gedney y los distintos objetos desaparecidos, pero no a pareció nada. El grupo informó de que la titánica cordillera se alzaba por igual a izquierda y derecha hasta donde se perdía la vista, sin la menor disminución en su altura o su estructura básica. No obstante, en algunos de los picos la regularidad de las formaciones cúbicas y amuralladas era más clara y su parecido con las ruinas de las montañas asiáticas pintadas por Roerich doblemente llamativo. La distribución de las misteriosas cuevas en las insólitas cumbres desprovistas de nieve parecía más o menos r egular en la parte visible de las montañas. A pesar del horror dominante, conservamos suficiente celo científico y espíritu de aventura para preguntarnos por el reino desconocido que había detrás de aquellas misteriosas montañas. Tal como contamos en nuest ros cautos comunicados, a medianoche nos fuimos a descansar después de un día de terror y desconcierto, pero no sin antes haber esbozado el plan para llevar a cabo a la mañana siguiente uno o más vuelos a gran altura en un avión casi vacío con una cámara a érea y el equipo geológico. Decidimos que Danforth y yo seríamos los primeros y nos levantamos a las siete de la mañana para emprender el primer vuelo, aunque el fuerte viento — citado en nuestros breves boletines al mundo exterior retrasó nuestra partida hasta casi las nueve en punto. — Ya he hablado de la vaga historia que contamos a los hombres del campamento — y que transmitimos por radio al exterior — a nuestro regreso dieciséis horas más tarde. Mi terrible deber es ampliar ese relato rellenando los piados os huecos con insinuaciones de lo que vimos realmente en aquel reino oculto y ultramontano, insinuaciones de los hallazgos que han llevado a Danforth al colapso nervioso. Ojalá se decida a hablar con franqueza de lo que creyó ver — pese a que probablemente tratase de una ilusión fruto del nerviosismo — se y fue la gota que colmó el vaso y lo sumió en su actual estado; pero se niega en redondo. Lo único que puedo hacer es repetir los balbuceos inconexos sobre lo que le hizo ponerse a chillar mientras el avió n se elevaba por el paso entre las montañas torturadas por el viento, después de la terrible impresión, tangible y real, sufrida por ambos. Ésa será mi última palabra. Si los claros indicios de la supervivencia de unos horrores antiguos que voy a revelar n o son suficientes para disuadir a otros de viajar al interior de la Antártida — o al menos de escarbar a demasiada profundidad en la superficie de aquel desierto desolado y definitivo de secretos prohibidos e inhumanos, maldito desde hace eones — , la respons abilidad de unos males innombrables y tal vez inconmensurables no será mía. Danforth y yo, tras estudiar las notas hechas por Pabodie en su vuelo vespertino y hacer varias comprobaciones con el sextante, calculamos que el paso más accesible de la cordiller estaba a nuestra derecha, a la vista del campamento, y se a alzaba a unos siete mil o siete mil quinientos metros por encima del nivel del mar. De modo que decidimos emprender nuestro viaje de exploración y poner rumbo hacia allí después de aligerar el avi ón al máximo. El campamento se hallaba en las estribaciones de la alta meseta continental a unos tres mil quinientos metros de altitud, por lo que no era necesario salvar tanta altura como podría parecer. Aun así reparamos en el frío intenso y el aire enra recido a medida que ascendíamos, pues a fin de aumentar la visibilidad tuvimos que dejar abiertas las ventanillas de la cabina. Íbamos, claro, abrigados con las pieles más gruesas. Al acercarnos a los imponentes picos, negros y siniestros por encima de la línea de la nieve surcada de grietas y glaciares intersticiales, reparamos una vez más en las formaciones curiosamente regulares que se aferraban a las laderas, y volvimos a pensar en los extraños cuadros asiáticos de Nikolái Roerich. Los arcaicos estratos erosionados por el viento confirmaron todos los comunicados de Lake, y demostraron que aquellos antiquísimos pináculos se habían alzado exactamente igual que ahora desde épocas sorprendentemente tempranas en la historia de la Tierra…, tal vez más de cincu enta millones de años. Era inútil especular acerca de la altura que debían de haber tenido entonces, pero todo en aquella extraña región apuntaba a misteriosas influencias atmosféricas opuestas al cambio, calculadas para retrasar los procesos climáticos no rmales de desintegración de la roca. Pero lo que más nos turbó y fascinó fue la maraña de cubos regulares, murallas y cuevas. La observé con un catalejo y tomé fotografías aéreas mientras Danforth pilotaba, y mis conocimientos de aviación no su — pese a que peraban los de un aficionado — a veces le sustituí a los mandos para que pudiera echar un vistazo con los prismáticos. Vimos sin dificultad que estaba formada en su mayor parte por una cuarcita arqueozoica de color blancuzco, a diferencia de cualquier otra formación visible sobre la superficie, y que su regularidad era extraordinaria, hasta extremos que el pobre Lake apenas había llegado a sospechar. Tal como había dicho, los bordes estaban desgastados y redondeados por eones de brutal erosión, pero su solid ez sobrenatural y la dureza del material la había preservado de la destrucción. Muchas partes, sobre todo las más cercanas a la ladera, parecían ser idénticas a la superficie de la roca. Toda su disposición recordaba a las ruinas del Machu Picchu en los An des, o a las primitivas murallas de Kish, excavadas por la Expedición OxfordField en 1929; y tanto Danforth como yo tuvimos a veces la impresión de que había bloques ciclópeos separados, tal como había dado a entender Carroll, el compañero de vuelo de Lak e. No supe cómo explicar algo semejante en aquel lugar y me sentí extrañamente humillado como geólogo. Las formaciones ígneas producen en ocasiones extrañas regularidades Gigantes, en Irlanda — — como la famosa Calzada de los , pero aquella imponente cordille ra era ante todo de estructura no volcánica, a pesar de la sospecha inicial de Lake de que había conos humeantes. Las curiosas cuevas, que parecían más abundantes en las proximidades de aquellas extrañas formaciones, planteaban otro misterio menor por la regularidad de sus perfiles. Eran, como había dicho Lake en su comunicado, aproximadamente cuadradas o semicirculares; como si alguna mano mágica hubiese dado mayor simetría a los orificios naturales. Su número y amplia distribución eran notables, y parec ían sugerir que toda la región era una colmena de túneles disueltos en los estratos calizos. Apenas pudimos vislumbrar el interior de las cavernas, pero vimos que en apariencia estaban desprovistas de estalactitas y estalagmitas. Fuera, las partes de la la dera cercanas a la entrada de las cuevas eran invariablemente lisas y regulares; y Danforth creyó apreciar que las leves grietas y agujeros producidos por la erosión seguían extrañas pautas. Impresionado como estaba por los horrores y misterios descubierto s en el campamento, insinuó que los agujeros se parecían vagamente a los extraños grupos de puntos de las esteatitas verdosas, horriblemente imitadas en los absurdos montículos de nieve sobre las seis monstruosidades enterradas. Poco a poco habíamos ido ga nando altura sobre las estribaciones de las montañas hasta poner rumbo al paso que habíamos seleccionado. A medida que avanzábamos íbamos observando el hielo y la nieve de la ruta terrestre y nos preguntamos si podría haberse recorrido con el equipamiento de los viejos tiempos. Para nuestra sorpresa, comprobamos que el terreno no era tan dificultoso como parecía, y que, a pesar de las grietas en el hielo y otros obstáculos, no era tan escarpado como para impedir el paso de los trineos de un Scott, un Shackl eton o un Amundsen. Algunos de los glaciares parecían conducir a pasos que el viento batía con una extraña insistencia, y al llegar al que habíamos escogido descubrimos que no era ninguna excepción. Nuestra impaciencia cuando nos dispusimos a rodear la cre sta y asomarnos a un mundo nunca antes hollado apenas puede describirse por escrito, y eso que no teníamos motivos para suponer que las regiones que había detrás de la cordillera fuesen a ser muy diferentes de las que habíamos visto y atravesado hasta ento nces. La sensación de misterio maligno que inspiraban aquella barrera montañosa y el mar de cielo opalescente que se vislumbraba entre las cumbres era tan sutil que no puede explicarse con palabras. Se trataba más bien de un vago simbolismo psicológico y d e asociaciones estéticas, mezcladas con poesías y pinturas exóticas, y con mitos arcaicos que acechaban ocultos en libros prohibidos. Incluso el estribillo del viento tenía una peculiar vena de malignidad, y por un segundo tuvimos la impresión de que inclu ía un extraño silbido musical de tesitura muy variada cada vez que el aire entraba y salía por las omnipresentes y resonantes bocas de las cuevas. Había una nota vagamente repulsiva en aquel sonido, tan compleja y difícil de identificar como cualquiera de demás siniestras impresiones. las Después de un lento ascenso nos hallábamos a una altura de siete mil ciento ochenta y cuatro metros, según el aneroide, y habíamos dejado definitivamente atrás la región de las nieves. Allí sólo había laderas de roca negra y desnuda y el inicio de glaciares de toscas aristas, mientras los estrambóticos cubos, murallas y cuevas añadían un toque antinatural, fantástico y onírico. Al mirar la línea de montañas, me pareció distinguir la que había descrito el pobre Lake con una muralla justo en la cima. Parecía medio perdida en la extraña neblina antártica, una neblina que tal vez hubiese sido la causa de que Lake al principio pensara en un posible vulcanismo. El paso se abría justo delante de nosotros, suave y azotado por el vie nto entre los escarpados y amenazadores pilones. Al fondo estaba el cielo surcado de vaporosos remolinos e iluminado por el bajo sol polar: el cielo de aquel reino misterioso que no había visto el ojo humano. Unos cuantos metros más y podríamos contempla r dicho reino. Danforth y yo, incapaces de hablar excepto a gritos entre el aullido y los silbidos del viento que azotaba el paso y se sumaba al ruido de los motores, intercambiamos miradas elocuentes. Y luego, tras haber ganado esos pocos metros, volvimos la vista hacia la trascendental línea divisoria y los secretos sin igual de una tierra antigua y absolutamente extraña.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.