La noche estaba cerrada.
El viento golpeaba la camioneta con ráfagas frías que hacían vibrar los espejos.
Julián y Lucía volvían de un casamiento en el campo, cansados, algo mareados por el vino y el baile.
Eran casi las 2:15 de la mañana, y la Ruta 33 se extendía frente a ellos como una cinta oscura sin fin, flanqueada por maizales y árboles secos que se mecían bajo la luna pálida.
La música del estéreo fallaba. Solo se escuchaban chasquidos, interferencias.
Lucía bajó el volumen y se recostó contra la ventanilla.
—Parece que no hay señal —murmuró Julián, mirando el celular sin servicio.
La ruta, en ese tramo, era conocida por los camioneros como “la curva de las apariciones”, aunque ellos no lo sabían.
Solo querían llegar a la ciudad antes del amanecer.
Unos minutos después, algo apareció en la banquina.
Una figura blanca, delgada, inmóvil, mirando hacia ellos.
Lucía se incorporó sobresaltada.
—¡Julián, frená! —gritó—. ¡Hay alguien ahí!
El hombre pisó el freno.
La camioneta se deslizó un par de metros hasta detenerse.
La figura seguía allí, a pocos metros, con un vestido largo y el cabello oscuro cubriéndole el rostro.
—Debe haberse accidentado… —dijo él, mientras tomaba la linterna del tablero.
Bajaron del vehículo.
El viento los envolvió con un silbido extraño, como un gemido largo que venía desde el campo.
Cuando alumbraron hacia la banquina, ya no había nadie.
Solo el pasto moviéndose.
—Juraría que estaba acá —susurró Lucía, temblando.
Julián recorrió unos metros con la linterna, hasta que vio una huella de pisadas descalzas en el barro, que se perdían hacia la oscuridad del maizal.
En ese momento, el celular vibró.
En la pantalla se mostraba una llamada entrante…
Número desconocido.
Respondió.
Al otro lado, una voz femenina susurró:
—No sigas por ahí… no me encontraron toda…
La llamada se cortó.
Lucía comenzó a llorar.
—¿Quién era? —preguntó, con la voz quebrada.
Pero Julián no respondió. Se quedó mirando el maizal, donde algo blanco se movía lentamente entre las plantas.
Regresaron al vehículo.
La camioneta no arrancaba.
El tablero electrónico se había apagado.
El GPS, sin conexión, mostraba en pantalla un mensaje intermitente:
“Desvío sugerido – Camino viejo al cementerio”.
Ellos no habían marcado ningún destino.
—Debe ser una falla del sistema —intentó calmarla él, aunque su voz temblaba.
Decidieron esperar unos minutos, pero el aire se volvió más pesado, como si el campo entero los observara.
De repente, un golpe seco en la luneta trasera.
Lucía gritó. Julián giró con la linterna: una mano marcada en el vidrio, una huella húmeda, como si alguien la hubiera apoyado desde afuera.
El motor arrancó solo.
El estéreo volvió a encenderse y comenzó a reproducir una canción vieja, una zamba distorsionada, con una voz femenina que repetía:
—“No me dejes sola en la curva…”
Aterrados, salieron disparados por la ruta, sin mirar atrás.
En el espejo retrovisor, la figura blanca estaba de pie en medio del camino, con los brazos extendidos, viéndolos alejarse.
Llegaron al pueblo con el amanecer.
Cuando fueron a denunciar el hecho en la comisaría, el oficial levantó la vista con una expresión grave.
—¿Dijeron que fue en la Ruta 33? —preguntó, sin sorpresa—.
—Sí, en el kilómetro 217 —respondió Julián.
El policía suspiró y abrió una carpeta.
Les mostró una foto vieja: una mujer con vestido blanco y sonrisa amable.
—Se llamaba Rosa Ríos. Murió hace quince años, atropellada en esa misma curva.
Nunca encontraron todo su cuerpo. Cada tanto, alguien la ve.
Siempre intenta advertir… que no sigan por donde ella lo hizo.
Esa noche, al volver a su casa, Julián encontró su celular sobre la mesa.
Una notificación de llamada perdida.
El número desconocido.
La hora exacta: 2:33 a.m.
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Editado: 11.10.2025