En las penumbras

EL ESPEJO DEL SANATORIO

Cuando Valeria Gómez heredó el espejo de su abuela, no imaginó que ese objeto se convertiría en su obsesión.
Su abuela, Doña Clara, había sido enfermera durante casi cuarenta años en el viejo Sanatorio del Sagrado Corazón, un edificio que cerró a fines de los noventa después de una serie de muertes inexplicables.

El espejo era grande, de marco dorado, con un diseño floral gastado por el tiempo.
Valeria lo colocó en su habitación, sobre una cómoda frente a la cama.
Esa noche, mientras se cepillaba el cabello, creyó ver algo moverse detrás de su reflejo.
Un destello, una sombra fugaz.
Pensó que era su imaginación, producto del cansancio.

Pero a la noche siguiente, mientras se miraba, notó algo más claro: una figura borrosa detrás de ella, inmóvil, como si la observara desde dentro del vidrio.
Se dio vuelta.
Nada.
Solo la cortina moviéndose con el viento.

Intentó ignorarlo, pero cada noche, justo a las tres, el aire se volvía más frío.
El espejo parecía emanar una corriente helada, y el reflejo mostraba la habitación con un leve retraso, como si no reflejara el presente, sino algo que había sucedido segundos antes.

Una madrugada, al acercarse, vio por primera vez los rostros.
No eran claros, pero estaban ahí: siluetas difusas, con batas blancas, algunos con la cabeza vendada, otros con los ojos hundidos.
Había algo en sus expresiones que le heló la sangre: no parecían querer asustarla, sino pedir ayuda.

Valeria decidió cubrir el espejo con una sábana blanca.
Pero en cuanto lo hizo, escuchó golpes desde el otro lado del vidrio.
Golpes secos, insistentes.

Desesperada, buscó información sobre su abuela y el sanatorio.
Encontró viejas notas en el archivo municipal:
“Sanatorio clausurado tras brote de infección intrahospitalaria – Mueren 16 pacientes y una enfermera.”
La enfermera era Clara Gómez, su abuela.
La nota decía que había sido hallada sin vida en su habitación del hospital, frente a un espejo roto.

Valeria sintió un mareo.
El espejo que tenía en su casa era ese mismo.

Esa noche no pudo dormir.
A las tres en punto, los golpecitos regresaron.
Se levantó y se acercó.
Retiró la sábana con las manos temblorosas.
Esta vez no vio sombras.
Vio a su abuela, con el uniforme blanco, pálida, pero sonriente.

—Abuela… —susurró, con lágrimas en los ojos.

Clara levantó la mano desde dentro del espejo y señaló hacia el fondo.
Detrás de ella, los pacientes comenzaban a agitarse, como si algo los arrastrara.
El cristal empezó a vibrar, emitiendo un zumbido agudo.

Valeria sintió que la habitación se enfriaba al punto de dolerle la piel.
Entonces, una voz salió del vidrio, débil pero clara:
—No te quedes aquí…

El espejo estalló.
Miles de fragmentos se esparcieron por el suelo.
Valeria cayó inconsciente.

Cuando despertó, estaba en el hospital.
La enfermera de guardia le explicó que los bomberos la encontraron en su casa, desmayada, rodeada de vidrios.
Le habían hecho puntos en las manos.
Le devolvieron una bolsa con sus pertenencias: su celular, sus llaves… y un pequeño trozo del espejo envuelto en tela.

Días después, al volver a su casa, encontró algo nuevo sobre la cómoda.
Un reflejo.
El fragmento del espejo, aún cubierto de polvo, mostraba un pasillo hospitalario que no existía en su casa.
En el fondo, caminaba lentamente su abuela.
Y detrás de ella, decenas de figuras con batas blancas, que se acercaban cada día un poco más al borde del vidrio.




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