CAPÍTULO 1: “La llegada”
El colectivo se detuvo frente al cartel oxidado que decía “Bienvenidos a San Eusebio”. Eran las siete y cuarto de la mañana, y el pueblo parecía detenido en una niebla espesa, como si recién estuviera despertando de un sueño que nunca había terminado.
Laura Soria bajó con una valija vieja y una carpeta apretada contra el pecho. Tenía treinta y tres años y un cansancio que no era sólo físico. La Junta de Educación le había asignado una suplencia como maestra rural, un puesto que nadie quería: una escuela mixta de campo, a tres kilómetros del centro del pueblo.
Mientras caminaba hacia la pensión donde se alojaría, notó algo extraño. Los vecinos la miraban con una mezcla de curiosidad y recelo, como si supieran algo que ella no. Una mujer desde una verdulería murmuró algo a otra, y las dos desviaron la vista cuando Laura intentó sonreír.
Esa tarde, la directora de la escuela, una mujer seca y pálida llamada doña Elvira, la recibió sin ofrecerle asiento.
—La escuela tiene historia —dijo, sin levantar la vista de los papeles—. No le dé importancia si los chicos mencionan cosas raras. A veces repiten lo que oyen en sus casas.
Laura frunció el ceño.
—¿Qué tipo de cosas raras?
—Cosas de antes —respondió la directora—. Mejor no pregunte.
Esa noche, mientras repasaba las planillas, Laura escuchó golpes secos en la pared contigua de la habitación. Pensó que sería la cañería vieja. Pero cuando se acercó, los golpes cesaron.
Silencio.
Y entonces, muy suave, una voz de niña susurró del otro lado:
—¿Ya volvió, seño?
Laura se quedó helada. No había nadie más alojado en la pensión.
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Editado: 11.10.2025