Nathaly
Las puertas del ascensor lucen tan brillantes que quisiera pensar que auguran algo maravilloso para mi futuro. Me permito respirar hondo y repetirme por milésima vez que acá es donde debo estar, que he trabajado lo suficientemente duro como para merecer esta entrevista.
Desde que entré en la universidad, mi meta principal fue llegar algún día a un cargo importante en la Corporación Mendoza, la licorera más importante e influyente del país. Mi madre siempre me dijo que soñara alto, que escalando paso a paso podría llegar a sentarme en la oficina principal del rascacielos Mendoza.
Y acá estoy finalmente.
Uno de mis profesores de la universidad, el señor Jeffry, me consiguió esta entrevista; fue sorprendente porque nunca fui su estudiante favorita, pero según su llamada, los gustos personales estaban por debajo de la capacidad y la inteligencia.
En pocas palabras: no le agrado ni poquito, pero sabe que tengo un gran potencial como empresaria.
Cuando las puertas se abren y me dan paso a un piso más brillante aún, elevo el mentón y salgo. Mis tacones hacen suenan en cada movimiento y me siento reconfortada por el repiquetear; siempre he creído que el mentón en alto y el sonar de unos buenos tacones pueden hacerte ver poderosa e invencible.
Me acerco al escritorio más cercano, donde una recepcionista de largos cabellos negros y lentes plateados está ocupada poniendo algunas cosas en una caja de cartón. Me aclaro la garganta y cuando ella levanta la vista, me presento.
—Buenas tardes. Mi nombre es Nathaly Montenegro, tengo una entrevista con el señor Mendoza.
La mujer me mira sutilmente de pies a cabeza y no tiene una expresión amigable; no parece precisamente que sea por mí, es más como que está teniendo un mal día y le molesta que yo venga a hablarle y arruinárselo más.
Aún así, pulsa una tecla en su teléfono y en voz baja y formal anuncia mi llegada. Emite un par de “ajá”, “de acuerdo, señor” y “enseguida” y cuelga. Regresa su vista a mí.
—Última puerta del fondo, te está esperando.
Su última palabra queda en vilo, como si quisiera añadir algo más. Espero, dedicándole la mejor amabilidad que puedo, pero al final niega sutilmente con la cabeza y desvía su vista.
—De acuerdo, gracias.
Camino erguida por donde me ha indicado y llego a una puerta que no tiene pomo o manilla, solo un pequeño tablero con números y un lector de huella digital. Me debato sobre si debo tocar la puerta o regresar y pedir el código de ingreso, hasta que la puerta se abre por sí misma, emitiendo un ligero chasquido.
—Sigue, por favor —me dicen desde el otro lado.
Aliso un segundo mi camisa negra e ingreso a la oficina.
La palabra “oficina” le queda cortísima. Es inmensa, de pisos marrones y lustrosos, luces abundantes en el techo, un ventanal de lado a lado que ocupa dos paredes que forman una esquina, dos alfombras plateadas que sostienen un gran escritorio negro y varios sillones alrededor para los visitantes. Cada uno de esos muebles se ve más costoso que todas mis pertenencias.
Oculto mi asombro y camino hacia el escritorio, donde un hombre mayor, al parecer cercano a los sesenta, me sonríe con calidez. Se levanta de su silla con educación y cuando llego a él, extiende su arrugada mano para presentarse. Lo he visto cientos de veces en las revistas de negocios y en algunas entrevistas en televisión, pero tener al señor Mendoza en persona frente a mí, resulta un poco sobrecogedor.
—Bienvenida, señorita Montenegro.
—Muchas gracias, señor Mendoza. —Me hace un ademán para que me siente y lo hago.
El señor Mendoza ojea algo en su escritorio y noto que es mi curriculum. Tras un breve examen, levanta la mirada.
—Cuénteme, señorita Montenegro, ¿qué la llevó a enviar su curriculum a esta empresa?
—En realidad lo envió uno de mis profesores de la universidad, profesor Mendoza, pero lo hizo porque desde mis épocas estudiantiles expresaba mi deseo de poder trabajar algún día en su compañía.
—¿Y eso por qué?
El señor Mendoza enlaza sus arrugados dedos bajo su mentón y me mira con interés.
Mido mis palabras unos segundos antes de decirlas.
—Su trayectoria es impresionante, señor Mendoza. La historia de su compañía es una que los maestros de primer semestre cuentan a modo de inspiración. El haber construido todo desde cero es algo digno de admirar. Yo suelo perseguir experiencias, y siempre deseo aprender, de modo que trabajar en una compañía que representa todo a lo que yo aspiro, me parece de lo más apropiado.
Me muerdo un poco la lengua. Espero que “todo lo que yo aspiro” no haya sonado a que quiero ser su competencia en el futuro, porque no es para nada mi plan. Me relajo cuando el señor asiente complacido.
—Dice acá que ha trabajado como administradora de dos empresas pequeñas. Cuénteme un poco de ellas.
—Sí. Una es una empresa emprendedora de postres y dulcería; inició también en la casa de sus dueños y cuando vieron que se amplió a tres locales físicos, buscaron una administradora. Mis principales responsabilidades en aquel lugar fueron gestionar los envíos a nivel nacional y buscar maneras de expandirnos al internacional.