En lo profundo del Rio

PARTE IV

Luego de la tormenta el sol salió con toda su fuerza. Nubes de vapor se elevaban desde los charcos, tornando el día aún más caluroso y desagradable. Los mosquitos se arremolinaban en grandes enjambres alrededor de cualquier ser que tuviera la sangre caliente que tanto anhelaban. Las vacas se sacudían y golpeaban sus cuerpos con sus colas intentando ahuyentarlos, pero era algo imposible. Aquella mañana, Alan se despertó sudoroso. La leve brisa que expedía el ventilador apenas brindaba un leve alivio al calor intenso. Todavía aturdido, miró el reloj en su mesa de luz. Eran las once de la mañana, increíblemente tarde para alguien que diariamente se levantaba con la salida del sol.

Al bajar las escaleras vio a su madre cocinando. –Buenos días. –La saludó mientras se sentaba a la mesa con la mirada perdida hacia el vacío.

–Buenos días. –Le respondió ella. Desde la olla emanaba un exquisito aroma a carne con papas. –Al fin despiertas. Tu padre se ha marchado temprano a trabajar. Fue a despertarte, pero prefirió que hoy descansaras. Parecías algo cansado.

–Lo siento mucho. Creo que no he dormido bien. Tengo algo de dolor de cabeza.

– ¿Te encuentras bien? Luces muy pálido. –Preguntó ella mientras apoyaba su mano en la frente de su hijo para asegurarse que no tuviera fiebre. Después de todo, con todos aquellos mosquitos dando vueltas no resultaría extraño contraer alguna enfermedad. Había escuchado que los hijos de la familia Jakov habían contraído Dengue. Tuvieron fiebre tan elevada que hasta deliraban mientras se estremecían de dolor corporal.

–Estoy bien mamá. No te preocupes. Solo un poco cansado. –Le respondió esbozando una sonrisa.

Su madre continuó cocinando, mientras el permaneció en silencio, sumido en sus pensamientos. Miró hacia la ventana. El sol brillaba con intensidad sobre los campos aquel día. Pensaba en que el viejo Jack ya estaría sobre su bote, buscando a la criatura.

–Mamá, ¿crees que pueda ir esta tarde a la biblioteca del pueblo? –Preguntó. –Necesito investigar algunos temas. Ya sabes. Sobre autos. A Theo le gustaban y me gustaría estudiar sobre ellos.

Su madre permaneció en silencio un momento. Una lágrima rodó por su mejilla. Disimuladamente se la secó con el pulgar. –Claro hijo. Puedes ir. Debes ser el único niño que va a la biblioteca en verano. –Dijo sonriendo levemente.

Almorzaron en silencio. El único sonido era el chirriar del ventilador que se ladeaba de un lado al otro esparciendo una refrescante brisa. Afuera podía verse el vapor elevándose desde el césped y desde los charcos.

 Luego de almorzar, Alan se dirigió a su habitación. Buscó su mochila, introdujo un cuaderno y lápiz. Tomó una gorra negra y se la colocó. Luego fue hasta el galpón que funcionaba como depósito y buscó su vieja bicicleta. Saludó a su madre que permanecía sentada en el pórtico hamacándose en un sillón de mimbre mientras se abanicaba intentando refrescarse, y partió.

El calor era intenso. Apenas había avanzado unas cuadras y ya se encontraba completamente empapado en sudor. Pedaleó los más de cinco kilómetros que separaban su granja del centro del pequeño pueblo de San Antonio. Las calles estaban desiertas, absolutamente nadie salía con aquel calor. Pasó junto a la plaza central, luego frente a la comisaría, donde el Comisario Peterson observaba desde la ventana, para finalmente llegar a la Iglesia del pueblo.

La biblioteca no era más que una habitación del salón parroquial, el cual, el sacerdote por iniciativa propia, había comenzado a llenar de libros, algunos propios, otros que fue comprando a lo largo del tiempo y muchos otros que fueron donados por las fieles señoras religiosas que asistían de manera infaltable a la misa de los domingos. Así fue como, lo que empezó con un puñado de libros, se había convertido en un salón repleto que no tenía nada que envidiarles a las grandes bibliotecas de las ciudades. Había libro de todos los temas, algunos increíblemente antiguos, de los inicios mismos de San Antonio. Al padre Abraham Scheidemann le gustaba la lectura y también le gustaba que las personas se interesaran por ella. Había llegado desde su Polonia natal hacía casi 50 años cuando apenas iniciaba como un joven sacerdote y desde entonces jamás se marchó. Ahora con sus más de 70, pasaba las calurosas tardes en su biblioteca ordenando los libros y sobretodo, leyendo.

Alan estacionó su bicicleta frente a las puertas de la pequeña casa junto a la iglesia que funcionaba como Salón parroquial. Al entrar, se encontró con una cantidad inmensa de libros. Era la primera vez que iba, había escuchado a su madre hablar sobre lo orgulloso que estaba el sacerdote de su biblioteca, pero jamás se había imaginado algo así. Había libros por todas partes, en grandes estantes, sobre dos grandes mesas, algunos incluso en cajas en el suelo. Había tantos libros que ya no entraban en la sala. Caminó maravillado observando las hileras de libros. Todo estaba en silencio. La fuerte luz del sol entraba por grandes ventanales, pero allí dentro la temperatura era agradable. Un gran ventilador de techo esparcía una fresca brisa que contrastaba con el calor infernal del exterior.

Caminó despacio mientras observaba los títulos de los libros. No sabía bien que buscar.  Había libros de novelas, sobre ciencias, muchos sobre religión, pero nada que le resultara útil a simple vista. Permaneció durante 20 minutos observando, hasta que finalmente se dio por vencido.

–Fue una idea estúpida. –Se dijo a sí mismo y se dispuso a marcharse.



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En el texto hay: monstruo, sirena, pescadores

Editado: 17.06.2021

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