1
El regreso fue silencioso. Ninguno se atrevió a comentar sobre lo que presenciaron aquella noche. El día ya estaba fijado. Solo restaban noches para que el infierno se desatara. No sabían qué hacer. No podían siquiera pensar en cómo enfrentarían lo que estaba por venir. Las aguas del río estaban quietas, envueltas en una calma casi fantasmal.
Luego de dejar el bote amarrado, se sentaron en la arena y permanecieron contemplando el río. Todo lucía tan pacífico aquella noche. Estuvieron allí simplemente en silencio mientras el tiempo transcurría. Finalmente, cuando el horizonte comenzaba a tornarse ligeramente naranja se pusieron de pie y cada uno partió hacia su hogar. No hubo despedidas. No hubo palabras de aliento diciendo que todo estaría bien… solo hubo silencio. Mientras Alan se alejaba, volteó a ver al viejo Jack. El anciano había hecho lo mismo. Sus miradas se cruzaron por un segundo. Un simple gesto de asentimiento fue todo lo que hicieron y luego continuaron su marcha.
Cuando Alan se acercaba a su casa vio a su padre parado en la puerta trasera. En su rostro se dibujaba un profundo enojo, pero a Alan ni siquiera le importó. Pasó junto a él como si no estuviera allí. Su padre apretó su puño y se dispuso a golpearlo, después de todo, se había escapado en la oscuridad de la noche, sin embargo no lo hizo. Tampoco le preguntó dónde había estado. Se dio cuenta por la expresión de espanto de su hijo que algo no andaba bien.
–Luego hablaremos tú y yo. –Fue lo único que le dijo mientras Alan subía las escaleras hacia su cuarto.
Al entrar en su habitación sintió que sus piernas se aflojaban. Las sentía como si estuvieran hechas de arena. A duras penas se acostó en su cama. Su cuerpo entero temblaba como una hoja seca golpeada por los vientos de una tormenta. Era como si, en ese momento, el miedo había hecho su aparición. Las lágrimas comenzaron a emerger incontenibles. Permaneció llorando envuelto en las sabanas con su cuerpo en posición fetal, hasta que finalmente el cansancio lo venció y se quedó profundamente dormido.
Desde la puerta del cuarto, su padre permaneció observándolo. No dijo una palabra, ni siquiera se acercó a ver como estaba a pesar de verlo temblar y llorar.
–Pronto lo entenderás hijo. –Susurró y luego se alejó, dejando a su hijo sumido en un profundo sueño.
2
El día fue pasando en la calma más absoluta. El viejo Jack permaneció la mayor parte del día acostado, mirando hacia las oxidadas chapas que conformaban el techo de su cabaña. No había podido dormir, sin embargo, no se había levantado siquiera para comer. Su mente era un torbellino de pensamientos. Finalmente, las sombras comenzaron a cubrir el interior de su morada cuando el sol comenzó a ocultarse. Cuando todo estuvo completamente oscuro, el anciano finalmente se levantó. Le dio un gran trago a la botella de whisky que descansaba sobre su mesa, y luego se dirigió hacia el exterior. Acomodó algunas ramas y pequeños troncos y encendió una fogata. Las sombras de los árboles se alargaron con el naranja intenso de las llamas. El anciano se sentó sobre un tronco caído y permaneció mirando las cripticas formas que se formaban en el fuego.
La noche lo cubrió todo con la oscuridad de su manto. Los sonidos de los animales del bosque se intensificaron y resonaban entre los árboles. El pavoroso canto de un gran búho se oyó en la copa de un pino junto a la casa. Al mirar, el anciano se encontró con los grandes ojos de aquella ave, completamente abiertos, mirándolos detenidamente.
– ¡Vete de aquí maldita ave! –Gritó mientras le arrojaba una rama. El ave emprendió el vuelo dando otro angustiando canto. Luego todo volvió a sumirse en un profundo silencio.
Mientras permanecía allí sentado, el anciano oyó unos pasos que se acercaban. El crujir de las ramas y hojas secas indicaban que algo se acercaba.
–Hoy has venido temprano muchacho. –Dijo pensando que se trataba de su joven amigo. Pero nadie respondió. Los pasos continuaban acercándose. El anciano se puso de pie. – ¿Quién anda ahí? –Preguntó, pero nuevamente no hubo respuesta.
El crujir de las hojas y ramas continuaba. Eran pasos lentos. Una pequeña sombra comenzó a observarse entre los árboles. Parecía ser la sombra de un niño. –Muchacho. ¿Eres tú? ¿Por qué no respondes? –Volvió a preguntar. En ese momento pensó que era el pequeño Alan. Quizás aún seguía aturdido por las horribles cosas que habían visto, pero pronto se percató que su visitante que no Alan.
De entre la oscuridad, iluminada por el naranja de las llamas de su fogata, el anciano vio aparecer una niña. Tenía un vestido celeste que le llegaba más abajo que las rodillas, un calzado rosa y una cinta atada en sus cabellos. Cuando el viejo Jack vio el pálido rostro de la niña cayó de rodillas.
– ¿Papá? –Dijo la pequeña tímidamente.
El viejo Jack no podía hablar. Intentó ponerse de pie pero sus piernas no le respondían. Casi arrastrándose se acercó a la pequeña. Permaneció arrodillado frente a ella y, con sus arrugadas y lastimadas manos, tocó su pequeño rostro, bello como un amanecer. –Hi...Hi…Hija… –Balbuceó ahogado por las lágrimas que fluían como dos pequeños ríos desde sus ojos. – ¿Realmente eres tú?
La niña lo miró detenidamente. Parecía asustada y perdida, como si no entendiera donde estaba ni lo que estaba sucediendo. – ¿Por qué eres un anciano papá? –Preguntó la pequeña reconociendo el rostro tierno de su padre bajo esa pintura de arrugas y ojeras que se formaban sobre él.
Editado: 17.06.2021