En los brazos del enemigo

Capítulo 4

Ray Godard nos dirige por el interior de su hogar hasta llevarnos a una bien provista biblioteca de techos elevados. Ahí encuentro a su esposa Ágata, a su pedante hija Celeste y a dos hombres, uno parece ser el oficiante de bodas, su vestimenta adusta y el libro de registros que trae bajo el brazo lo delatan; el otro, es el chico más varonil que he visto en mi vida. Fornido, de espalda ancha, cabello negro y mirada severa, es más alto que cualquiera de los presentes por una cabeza y parece sentirse absolutamente miserable de estar aquí. Por alguna razón que no comprendo, al verlo pienso en una tormenta de nieve; su ceño revela lo peligroso y frío que es su interior, y yo me estremezco en consecuencia. Mis ojos se encuentran con los del chico por un instante, pero de inmediato desvío la mirada, apabullada por su expresión dominante. Parece detestarme tanto como el resto de su familia detesta a la mía y temo que pretenda hacerme la vida imposible para vengarse de lo que el rey nos está obligando a hacer.

—Bien, estamos todos aquí, comencemos —dice Teodoro, como si tuviera prisa por llegar a otro lugar. Supongo que estar resolviendo querellas ajenas no es su actividad favorita para una noche de fin de semana. No lo culpo, yo también odiaría tener que estar inmiscuida en problemas de otra familia; es más, este problema compete a mi familia y aun así odio verme involucrada en el asunto.

—Por supuesto. Por favor, acérquense —nos pide el oficiante de bodas.

Sé que debo caminar hacia donde está el oficiante para que la ceremonia de casamiento dé inicio, pero mis piernas se rehúsan a caminar. Simplemente no responden a los comandos de mi mente, estoy clavada al suelo como si mis zapatillas estuvieran hechas de concreto. Los presentes fijan su atención en mí, aguardando a que me mueva y eso solo incrementa mi nerviosismo. Mi madre coloca su mano en mi espalda con cariño, para animarme a andar. Poco a poco retomo el control sobre mi cuerpo y me acerco lentamente hacia el oficiante. Dominic ya está ahí esperando por mí.

—No es necesario dar un discurso lleno de cursilerías, con que digan los votos será más que suficiente —le indica Ágata al oficiante con cara de hartazgo.

Doy un vistazo rápido al resto de los presentes y me doy cuenta de que la petición refleja los deseos de la mayoría. Nadie quiere gastar más tiempo del estrictamente necesario en este trámite tan amargo para nuestras familias. Siempre imaginé mi boda como una celebración a bombo y platillo en la que gastaríamos una fortuna en agasajar a nuestros invitados para honrar mi unión con el hombre de ensueño del que fantaseé que iba a enamorarme, jamás pensé que mi boda terminaría siendo un asunto que había que apurar para no alargar la incomodidad de los presentes. Hoy tenía que haber sido un día lleno de júbilo e ilusión, no un trato a finiquitar a la brevedad posible.

¿Será que Dominic también imaginó su casamiento de modo distinto? Tal vez algún día me anime a preguntarle, pero por ahora tener una charla casual con él me parece cosa imposible. Ese muro de frialdad que lo rodea se me antoja impenetrable.

—Bien. Dominic, por favor, repite después de mí —dice el oficiante dictándole los votos que debe pronunciar.

—Yo, Dominic Godard, te entrego mi esencia, mi cuerpo y mi vida. Seré para ti un compañero fiel y te cuidaré con afecto por siempre —repite él sin ánimo con una voz profunda llena de cadencia.

Ni siquiera me atrevo a mirarlo a la cara, su expresión de pocos amigos es demasiado para que la pueda soportar en estos momentos. Ahora es mi turno de hablar, así que mejor me concentro en los votos que debo decir y no en la mirada hostil de mi novio.

—Yo, Ava Blake, te entrego mi esencia, mi cuerpo y mi vida. Seré para ti una compañera fiel y te cuidaré con afecto por siempre —pronuncio con un hoyo en el estómago.

—Bien, ahora oficialmente son marido y mujer. Puedes besar a la novia —le dice el oficiante a Dominic.

¡Nuestro primer beso! Me petrifico en donde estoy mientras Dominic se inclina hacia mí. Sus labios se posan sobre los míos con frialdad, como si en vez de carne me tocara un bloque de hielo. El beso no dura más que un par de segundos, es impersonal y carente de todo afecto. Me sobrecoge la decepción. Mi primer beso acaba de ser la experiencia más fría y breve imaginable; por desgracia, me temo que mis siguientes primeras experiencias al lado de mi esposo seguirán un rumbo similar.

Dominic está lejos de aquí, como si al mandarlo llamar hubieran traído su cuerpo, pero no su alma, esa parece haberse quedado en donde sea que él se encontraba antes, en medio de la naturaleza en libertad. Sus ojos sobre mí parecen resentir el que no pueda estar en donde quiere por mi culpa. Está aquí por obligación y no hace el menor intento por ocultarlo. Su forma de besarme me lo dejó claro: está cumpliendo con su deber. Nada más.

—Bien. Felicidades a los novios, les deseo mucha prosperidad juntos —dice Teodoro con la formalidad de siempre, listo para dar el asunto por terminado—. Me parece que mi trabajo aquí ha concluido, así que me retiro, que tengan buena noche.

—Nosotros también nos retiramos —declara mi padre sin esconder su malestar.

Siento que me drenan de toda energía. Mi familia va a irse y yo tendré que quedarme aquí. Si esta fuera una boda normal, tendríamos una bonita fiesta para celebrar la ocasión, bailaríamos al ritmo de música animada, nuestros familiares harían brindis en nuestro honor, se daría un banquete… pero este casamiento es todo menos alegre y, por supuesto, nadie tuvo intención de organizar algo para celebrar juntos.




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