Todos tenemos luz y oscuridad dentro de nosotros, como las sombras que se extienden en un día soleado o la luz de la luna que se abre paso entre la noche. Depende de cada uno cuál de los dos caminos seguir y qué energía dejar que nos consuma.
He visto personas de luz, tan puras y radiantes que iluminan allá donde vayan y otras que han sido engullidas sin remedio por la oscuridad perdiéndose en sus abismos.
Yo mismo fui tentado por ella más de una vez. Es deliciosa, peligrosamente atractiva e inevitablemente destructiva. Por suerte, alguien logró salvarme antes de que me consumiera por completo.
Pero me estoy adelantando. Quiero que conozcas mi historia realmente, así que vayamos despacio.
Me presento, mi nombre es Cast Crow, y si deseas entender lo que digo, debemos remontarnos al principio... a los primeros recuerdos de mi infancia.
Desde que tengo memoria, fui un niño solitario. No porque me rechazaran, sino porque prefería apartarme.
Recuerdo aquellas fiestas del vecindario a las que mi madre insistía en que la acompañara, con la vana esperanza de que me integrara con los demás. Yo prefería refugiarme en un rincón del jardín o de la sala, apartado del bullicio, observando con ojos fríos y atentos cada gesto, cada movimiento. No lograba comprender la fascinación por correr entre gritos ensordecedores, ni el placer que algunos hallaban en acabar la ropa hecha un desastre entre suciedad y tirones. Tampoco soportaba la manera en que los adultos me hablaban con esa voz melosa y palabras cortadas. Podía comprenderlos perfectamente si me dirigieran la palabra con normalidad; su condescendencia, al tratarme como alguien sin razonamiento, resultaba casi ofensiva.
Para mi fortuna, aprendí a leer a una edad temprana. Aquello me permitió aislarme aún más del mundo tangible y refugiarme en universos ajenos, donde la fantasía parecía palpitar con más fuerza que la realidad misma.
Para mi cuarto cumpleaños ya podía leer por mi propia cuenta, los cuentos que mi madre solía narrarme antes de dormir. Ella alimentaba mi sed de conocimiento con paciencia y ternura, y yo se lo agradecía en silencio, consciente de que me estaba entregando un tesoro. Aquellas historias eran agradables, llenas de colores y moralejas sencillas. Pero, con el tiempo, dejaron de bastarme. Se volvieron insípidas. Necesitaba algo más... algo que no se rindiera tan fácilmente a la inocencia.
A los seis años comencé a explorar la biblioteca de casa. Entre las páginas que mi madre hojeaba en sus tardes solitarias, descubrí relatos más densos, más sombríos, más vivos. En ellos había un secreto latente, un pulso oculto que parecía hablarme directamente a mí, como si esas páginas entendieran algo que nadie más podría comprender. Lo que hallaba entre sus páginas me producía un placer casi prohibido, un deleite que no me atrevía a confesar ni siquiera a mi madre.
Fue también en aquella época cuando advertí que no estaba tan solo como creía.
Cuando mi madre no estaba cerca, cuando el silencio llenaba las habitaciones, podía sentirla... una mirada invisible, una presencia discreta, agazapada en los rincones. No era imaginación infantil. Era real.
Salí de toda duda cuando comenzó a hacerse notar con sutileza. Primero me di cuenta de que los libros que más deseaba yacían súbitamente a mis pies, cayendo de los estantes demasiado altos para que yo pudiera alcanzarlos. En otras ocasiones, cuando solo los miraba sin hacer el intento por obtenerlos, aparecían sobre mi cama, como si alguien los hubiera dejado allí para mí.
Lo mismo ocurría con pequeños caprichos: un dulce que mi madre no había aceptado darme antes de la cena y que, de pronto, hallaba en el bolsillo de mi abrigo; o una baratija escondida en el cajón de mi escritorio, justo cuando más la anhelaba.
Por las noches, cuando fingía dormir, su presencia se hacía más fuerte.
Una figura oscura se dibujaba entre las sombras, quieta, en la esquina de mi alcoba.
Podía jurar que me observaba. Lo sabía por el frío que acariciaba mi mejilla, por la pesadez de sentir su mirada sobre mí, y por el aroma especiado a canela y romero que llenaba tenuemente mi nariz.
Pero siempre que abría los ojos... se desvanecía.
En su afán por moldearme a una normalidad a la que nunca sentí pertenecer, mi madre insistió en que debía asistir a la escuela con niños de mi edad. No importaba que ya supiera más que ellos, ni que mis pensamientos estuvieran siempre en otro lugar, lejos de todo lo que a ellos les importaba.
—Debes hacer amigos, Cast. No me gusta verte solo todo el tiempo... ¿qué harás cuando yo no esté? Además, será divertido, ya lo verás —me dijo con ternura, en un tono casi suplicante.
Al principio me resistí, pero por ella habría hecho cualquier cosa. Era la única persona que me amaba sin condiciones, y yo la amaba con la misma intensidad... con ese temor silencioso de convertirme en una carga. No quería preocuparla, ni que pensara en mí como un egoísta que solo vela por sí mismo.
Así que accedí, sin protestar más. Aunque en el fondo sabía que jamás sería como ellos, podía al menos fingirlo por un instante.
De ese modo terminé en el Instituto Nightfell, la institución más prestigiosa de la región. Llevaba el mismo nombre que nuestra ciudad, como si todo en ella necesitara recordármelo a cada paso, como si fuera imposible escapar de su sombra. Un lugar donde solo estudiaban hijos de familias con apellidos ilustres y fortunas heredadas... y yo, de una manera u otra, también pertenecía a esa línea. Mi madre me llevó sin titubear, como quien devuelve una pieza a su sitio original. Decía que era tradición estudiar ahí; que nuestra familia jamás había roto esa cadena.
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Editado: 16.10.2025