En los ojos de la luna

Capítulo 2

Cuatro meses pasaron.

Ahora mi madre y yo vivíamos en la vieja mansión que ella había heredado de mis abuelos, fallecidos antes de que yo naciera. El lugar era enorme, mucho más que nuestra casa anterior. Al cruzar la entrada, un recibidor amplio se iluminaba apenas con la luz mortecina de un candelabro antiguo. A los costados, dos arcos se abrían en direcciones opuestas: a la izquierda, un pasillo conducía al comedor principal, la cocina y la sala de estar; a la derecha, la biblioteca —que también fungía como sala de música— y una habitación que mi madre había acondicionado como oficina, junto a otra convertida en salón de estudios para mí.

Al final del pasillo izquierdo se alzaba una puerta alta, de madera pesada, que conducía al jardín central. Alguna vez debió de haber sido un lugar bellamente cuidado, cuando mis abuelos aún vivían. Ahora no era más que un terreno lodoso cubierto de hierba, con adoquines apenas visibles y árboles vestidos de musgo. A mí, en lo personal, me gustaba más así... aunque nunca me atrevía a salir. Solo lo observaba desde la ventana de mi habitación en el segundo piso, la más apartada del cuarto de mi madre.

En el exterior, el límite del terreno lo marcaba una muralla natural de pinos y abetos que se abría hacia un bosque espeso. Recuerdo que, el primer día en que llegamos, vi a mi madre internarse en él con una canasta llena de pan y vino dulce. Cuando regresó, la llevaba vacía. Nunca me atreví a preguntar qué había hecho allí, y ella jamás comentó nada al respecto, algo entre nosotros se había roto, nuestras pláticas antes animadas y constantes habían menguado, y naturalmente no nos confesamos nuestros secretos.

La mansión se alzaba en las afueras, a unos quince minutos en auto de Nightfell. Mi antiguo colegio había quedado atrás. En su lugar, recibía clases particulares en el salón de estudios que mi madre había adaptado para mí.

Cada mañana, después del desayuno, llegaba mi mentor y pasábamos horas encerrados mientras él intentaba inculcarme los temas que el sistema consideraba "esenciales". Yo, por mi parte, debía hacer verdaderos esfuerzos para no caer muerto de aburrimiento. Más de una vez le había explicado que todo lo que dictaba el temario ya lo había estudiado, tanto en el colegio como por mi cuenta, pero él jamás parecía creerme. Estaba convencido de enseñarme a su ritmo, bajo sus propios tiempos, como si tuviera algo que demostrar.

Lo único rescatable de aquellas interminables sesiones eran los días en que abandonaba el guion y me ofrecía lecciones de música, aprovechando la vieja sala que teníamos en casa.
—No todo se trata de libros y operaciones, jovencito —me dijo una vez, mientras abría las puertas de la antigua biblioteca—. Hay que darle vida a las neuronas... y qué mejor manera de hacerlo que con música.

Ese día descubrí que mi madre, en secreto, le había permitido limpiar los estantes y afinar los instrumentos. En el centro de la sala, el piano yacía reluciente, como aguardando que alguien lo despertara de su letargo. Desde entonces, se convirtió en mi mejor y único amigo.

El clima era notablemente más frío, perpetuamente nublado y húmedo. Ya que solo mi madre y yo habitábamos aquella inmensidad, ella impuso una única regla: en mi tiempo libre podía recorrer cualquier rincón de la casa, siempre y cuando estuviéramos juntos a la hora del desayuno, la comida y la cena en el comedor principal. Yo cumplía esa norma al pie de la letra.

Parecía un intento de su parte por retomar nuestra antigua comunicación. Sin embargo, desde aquella tarde en que regresé feliz por haber estado con Lorelei y encontré la casa llena de maletas, un abismo se abrió entre nosotros. O mejor dicho: algo dentro de mí hacia ella dejó de existir... y yo decidí cavar ese abismo.

Recuerdo ese momento con claridad: al entrar en la sala —donde antes colgaban las pinturas que mi madre trazaba en sus horas de calma, donde reposaban los muebles que habíamos elegido juntos, donde las flores frescas daban vida cada día— solo encontré huecos desnudos, paredes mudas, un vacío que respiraba soledad.

No me tomó ni un segundo entender lo que estaba ocurriendo.

Una punzada atravesó mi pecho. Contra mi voluntad las lágrimas inundaron mis ojos y apreté la peonía contra mi pecho, le supliqué que no nos fuéramos. Quise hacerle entender que no había sido tan grave lo que había ocurrido con Bastián. No podía faltar a mi promesa. Tenía que quedarme. Tenía que estar con Lorelei.

Pero ella, con la voz quebrada y los ojos fijos en el suelo, solo murmuró que no podía ser así. Y en su mirada se dibujaba algo más que tristeza: era miedo. Un miedo profundo, secreto, que aún no lograba descifrar, que no comprendía.

Mis súplicas se prolongaron como un eco desesperado, siguiéndola a cada rincón donde fingía revisar objetos para evitarme. Todo inútil. El silencio se volvió mi única respuesta.

Cuando el sol se rindió y la penumbra cubrió la casa, comenzó el camino hacia mi nueva y gris existencia.

Desde aquel instante en que mis pies tocaron el primer peldaño de las escaleras de la mansión de mis abuelos, decidí apartarme de ella. Me refugié en la biblioteca, intentando sepultar mis pensamientos bajo la voz muda de los libros. Pero era en vano.

Cada página que abría me llevaba de regreso a Lorelei: a la profundidad de sus ojos, a la luz de su sonrisa. Me preguntaba si esas historias podrían fascinarla también... y entonces, un golpe seco en el corazón me arrancaba del ensueño, devolviéndome a una realidad donde ella ya no existía para mí.




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