En los ojos de la luna

Capítulo 3 (Elisa y el dios Lunar pt.1)

En el bosque, a las afueras de la ciudad, Elisa caminaba sin rumbo. El sol comenzaba a ocultarse, y las sombras de los árboles se alargaban, retorciéndose en figuras grotescas que parecían acecharla con silenciosa malicia. El frío calaba en su piel, atravesando la delgada tela de su vestido, y cada paso la acercaba más a la sensación de desamparo.

Sabía que, si no salía de allí antes del anochecer, estaría en peligro.

Avanzó entre raíces y maleza durante varios minutos hasta que el agotamiento la venció. Sus piernas flaquearon y se dejó caer al resguardo de un enorme árbol de corteza rugosa. La luna, redonda y luminosa, tomaba ahora su lugar en el cielo, derramando un resplandor frío sobre la tierra. Elisa hundió el rostro entre sus piernas delgadas, y las lágrimas comenzaron a deslizarse con silencioso desespero. Las ampollas ardían en sus pies, un recordatorio doloroso de su caminata interminable y sin rumbo.

—¿Qué hace una niña como tú en este bosque a estas horas? —Una voz profunda y serena surgió de la penumbra, quebrando el silencio del lugar.

Elisa levantó la mirada con sobresalto. Entre las sombras, una figura se alzaba como si la noche misma hubiese tomado forma humana. Su vestimenta negra se fundía con la oscuridad del bosque. Una capa larga caía hasta sus tobillos, bordada con finos hilos plateados que centelleaban débilmente bajo la luz lunar. Su presencia emanaba una luz sutil, como un resplandor blanquecino que parecía no pertenecer del todo a este mundo.

El cabello del hombre caía sobre sus hombros como una cascada de plata líquida. Sus ojos, grises y profundos, se clavaron en ella con una mezcla inquietante de curiosidad y poder. Elisa sintió que la voz y el mundo se le quedaban atrapados en la garganta. Temblando, apenas logró murmurar:

—Estoy... estoy perdida.

No apartó la mirada de sus ojos. Aquel hombre, extraño y etéreo, la atraía como un imán, y un escalofrío recorrió su espalda.

—Ya veo... —murmuró él, levantando la ceja con interés. Sus ojos grises se entrecerraron al observarla—. Dime, ¿cómo te llamas?

Elisa no respondió. Recordó las advertencias de sus padres: no hables con extraños. Menos con alguien realmente extraño se dijo a sí misma. Bajó la mirada, sus labios sellados en una mueca.

El hombre suspiró y se arrodilló frente a ella con un movimiento casi coreografiado, elegante y sutil que hizo ondear su capa con gentileza. Su rostro quedó tan cerca que Elisa pudo distinguir con claridad el brillo inusual de sus ojos, tan hermosos y singulares. Parecía que miles de diminutas estrellas se encontraban custodiadas en su profundidad.

—Dime, ¿Cómo te llamas? —repitió, esta vez con una entonación que no sonaba a una simple pregunta, sino a una orden suave, irrefutable.

Las palabras se deslizaron en su oído como una corriente tibia y, sin entender por qué, Elisa se sintió incapaz de resistirse. Su boca se abrió por voluntad ajena, como si la voz del hombre la moviera desde dentro.

—Elisa —respondió, y al instante cubrió su boca con las manos, asustada. No entendía por qué había hablado.

Él asintió satisfecho, sonriendo con suavidad.

—Bien, Elisa. Mi nombre es Alignak —dijo con solemnidad, y sus ojos recorrieron su cuerpo como si tomara nota de cada herida y cada gesto. Al llegar a sus pies, enrojecidos y cubiertos de ampollas, su expresión cambió por un momento a algo que podría parecer compasión.

—Te ves muy agotada —dijo él, su voz baja y firme, acariciando el aire entre ellos—. ¿Quieres que te ayude a volver a casa?

Ella asintió, sin atreverse a hablar, sintiendo que cada palabra que él pronunciaba tenía peso y autoridad.

—Bien. —Sonrió apenas, una mueca ligera que no llegaba a sus ojos—. A cambio, mañana regresarás aquí y traerás una parte importante de ti. ¿Entendido?

No era una propuesta, ni siquiera una sugerencia. Era un trato. Un intercambio. Una orden. Elisa dudó, su corazón golpeando con fuerza contra el pecho, pero la firmeza de su mirada la obligó a asentir de nuevo. Obedeció, sin comprender del todo qué significaba "una parte importante de ti". Solo quería salir de allí, ya tendría tiempo después de descubrir a que se refería.

Alignak se incorporó con elegancia. Pronunció un nombre casi en susurro que Elisa no entendió. Su voz resonó como un eco en las copas de los árboles. De inmediato, la oscuridad pareció envolver el lugar, una ráfaga helada alzó las hojas e hizo temblar las ramas de los árboles, al igual que el cuerpo de la niña calándole hasta los huesos. Su aliento se volvió visible en el aire. El hombre permanecía inmóvil, el viento agitando su capa y su largo cabello plateado sin perturbar su calma.

De entre la oscuridad, surgió una voz femenina. Sedosa, inquietante.

—¿Me llamó, mi señor?

Elisa dio un respingo. Esa voz no venía de ningún lugar visible. Era como si las sombras mismas hablaran.

—Si, Cloe —respondió Alignak a la nada con serenidad—. Hazte presente, asustas a la humana.

Un gruñido de molestia se escuchó como respuesta. Desde detrás de él, emergió una figura. Había estado oculta, adherida a su sombra, invisible a los ojos de la niña.

Era una mujer, esbelta, de apariencia lúgubre pero juvenil, de no más de veinte años a simple vista. Su vestido oscuro parecía hecho de humo y noche. Su piel era tan blanca como la luz de luna, y sus ojos, completamente negros, brillaban con una malicia contenida.




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