El sol de mediodía se alzaba sobre la ciudad, iluminando los tejados de casas y comercios. Siete años habían pasado desde el primer encuentro entre Alignak y Elisa.
La joven caminaba por el centro, rodeada de tiendas y del bullicio de los vendedores que anunciaban las ofertas del día. Se detenía frente a cada aparador, y su reflejo le devolvía la sonrisa radiante y emocionada que había llevado consigo durante toda la jornada.
Al cruzar la puerta de madera de su tienda favorita, un leve tintineo anunció su entrada. Sobre su cabeza colgaba un letrero envejecido con letras talladas: La Rueca. Desde que comenzó a viajar sola por la ciudad, aquel había sido uno de sus lugares predilectos para comprar ropa.
Llevaba varias bolsas colgando de un brazo y revisó por cuarta vez su reloj de muñeca. Asintió, emocionada: aún tenía tiempo para una última parada.
Giró por la calle principal. Los tacones de sus botines resonaban sobre el adoquín con un ritmo alegre. Inhaló profundamente. Los aromas embriagadores de comida, bebidas exóticas, madera vieja, libros, frutas frescas y flores llenaron su ser por completo. El barullo de la ciudad, las risas, las canciones improvisadas. Todo contribuía a crear un ambiente vibrante y lleno de vida. Para Elisa, cada sonido, cada olor, cada rostro desconocido era perfecto.
Finalmente llegó a una casona adaptada para locales comerciales. Frente a la entrada, un pizarrón anunciaba con elegante cursiva:
"La Cámara de Venus
Segundo piso, puerta 3"
Subió las escaleras y, al llegar, se asomó por un hueco sin puerta. Frente a ella se abría un amplio salón de paredes inmaculadamente blancas. El suelo de losa reflejaba destellos dorados que combinaban con los marcos de los espejos, alineados frente a sillas giratorias tapizadas en tonos perla. Más de la mitad estaban ocupadas por mujeres de diversas edades, charlando entre sí o con las estilistas, quienes peinaban y cortaban con delicada precisión. Un suave aroma a flores y champú llenaba el aire, limpio y acogedor.
—Bienvenida —dijo una morena simpática desde el mostrador—. ¿Puedo ayudarte?
—Ah, sí, claro. Tengo reservación a nombre de Elisa Crow.
La recepcionista revisó una libreta, siguiendo con el dedo línea por línea hasta que asintió.
—Aquí estás, Elisa Crow. Adelante, te acompañaré a tu lugar.
La muchacha la guió hasta una de las estaciones de trabajo dónde le invitó a sentarse. Segundos después, otra joven se acercó: de baja estatura, complexión robusta, y unos ojos azules amables y pequeños. La morena regresó a su sitio.
—Señorita Elisa, soy Rebeca. Estaré a cargo de su corte hoy. ¿Tiene algo en mente o le gustaría ver algunas recomendaciones?
Mientras hablaba, le colocó una bata beige y acomodó con cuidado su largo cabello sobre los hombros.
—Quiero un corte como el de esta modelo. —Le mostró una hoja de revista arrancada, donde aparecía una mujer con un corte recto a los hombros y un flequillo marcado.
La estilista arqueó las cejas, visiblemente sorprendida.
—¿Está segura? Su cabello... tomará tiempo que vuelva a crecer. Es un cambio muy radical.
—Segura. —Elisa sonrió con gentileza. Luego de una breve pausa agregó—: ¿Podrías también hacerme un alaciado? Quiero sorprender a alguien.
Rebeca se encogió de hombros y respondió con un asentimiento. Al caer el primer mechón, ya no había vuelta atrás.
Durante todo el proceso, Elisa mantuvo una sonrisa tímida, concentrada en su reflejo. No notó que, en la estación contigua, una anciana de al menos ochenta años la observaba discretamente a través del espejo.
—¿Una persona especial? —inquirió la anciana con voz amena y enérgica, a través del reflejo, haciendo que Elisa levantara la mirada para encontrarse con la suya.
—Sí. —respondió, con una dulzura que se filtraba a través de sus ojos.
—Ese hombre debe ser excepcional si hace que una dama cambie su cabello tan drásticamente. ¿Es guapo? ¿Rico? —preguntó con picardía, soltando una risa simpática mientras le guiñaba un ojo juguetonamente.
Elisa se sonrojó, sintiendo calor en las orejas.
—Es el hombre más apuesto que jamás haya conocido, además es amable, caballeroso y... —hizo una pausa, evocando una imagen que le apretaba el corazón—. Su mirada es la más divina que pueda imaginar. Es como ver una constelación a través de sus ojos. —Sus palabras salieron en un suspiro, y por un instante, sus ojos se iluminaron como si la escena que veía en su mente ocurriera frente a ella.
La mujer y Rebeca intercambiaron miradas cómplices, disfrutando del aura romántica que se había formado alrededor de la joven.
—Ese hombre es muy afortunado por tener a una novia tan dedicada como tú —dijo la anciana con ternura.
Pero el rostro de Elisa cambió ligeramente; una sombra de tristeza se dibujó en su mirada.
—No, no soy su novia. Solo su amiga. Ni siquiera sé si está interesado en mí de esa manera. —Bajó la mirada, sus palabras cargadas de sinceridad y anhelo.
La mujer mayor asintió con comprensión. Sin decir nada, deslizó su mano por debajo de la capa que la cubría y la extendió hacia Elisa. La joven la tomó con delicadeza. Se apretaron suavemente, un gesto silencioso de consuelo y entendimiento.
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Editado: 22.10.2025