En los ojos de la luna

Capítulo 5 (Elisa y dios lunar Pt.3)

Elisa caminaba por los pasillos de la universidad con la cabeza gacha, absorta en un torbellino de pensamientos. Lo que había imaginado como un día especial terminó convertido en un nudo de dudas y desesperanza. Cada paso repetía en su mente la escena con Cloe, clavando en su corazón una estaca imposible de arrancar.

Tras volver del bosque, se encerró en su habitación, ni siquiera bajó a cenar. Lloró hasta quedarse sin fuerzas, con la almohada empapada y el corazón hecho un caos. Sus padres y sus tiitos intentaron en más de una ocasión entrar y hablar con ella para poder consolarla o ayudarle si era posible, pero al no ceder, optaron por no presionar más. Quizá era solo el estrés de la nueva etapa universitaria, pensaban.

La noche llegó sin ofrecer descanso. Insomnio punzante, pesadillas difusas, y solo un par de horas de sueño agitado en las que la risa burlona de Cloe aparecía en cada oportunidad. A la mañana siguiente, el espejo no fue misericordioso; ojeras profundas, ojos hinchados, su piel ceniza y largas marcas rojas en sus mejillas a causa de las lágrimas que había derramado. Ni el maquillaje más perfecto podía disfrazar el desastre emocional que llevaba dentro y se reflejaba en su rostro.

La mañana transcurrió gris y sosa. Asistió a su primer día de clases, tomó apuntes de manera mecánica, respondió preguntas con voz ausente. Cuando sus nuevos compañeros intentaron entablar conversación, apenas les dirigió una sonrisa educada. Habló con algunos, sí, pero no estaba realmente allí; su mente seguía vagando entre el bosque, el tronco caído, el claro que la esperaba.

Finalmente, el timbre anunció el fin del turno matutino. Por primera vez en todo el día, algo parecido a la esperanza iluminó su rostro. Guardó el cuaderno, tomó su maletín con un movimiento rápido y salió del aula casi corriendo. Bajó las escaleras de dos en dos, saltando los últimos escalones como si huir pudiera aliviar el peso que cargaba.

Afuera, Arturo la esperaba en el auto, con la ventana abierta.

—¡Hola, princesa! ¿Qué tal el día?

—Bien, tiito —respondió sin mirarlo del todo mientras subía y abrochaba su cinturón—. Vamos, rápido, tengo que llegar a casa.

—¿Pero cuál es la prisa, pequeña? —preguntó Arturo, divertido—. Has salido incluso más temprano de lo que esperaba.

—Anda, tiito, tengo... tengo una investigación que hacer, ¡por favor! —frotó las manos en súplica. Arturo solo sacudió la cabeza con suavidad y emprendió el camino, feliz de complacer a su querida niña.

No dijo nada más durante el trayecto.

Arturo, acostumbrado a respetar sus silencios, puso música suave y dejó que el camino hiciera lo suyo aliviado ante el cambio de ánimo de Elisa. En menos de un cuarto de hora llegaron a la mansión.

Elisa bajó del coche antes de que terminara de detenerse.

—¡Gracias! —gritó a medias, ya corriendo.

En el jardín, Lidia estaba regando los lirios del valle.

—¿Todo bien, cielo?, ¿no vas a comer algo? —preguntó al verla pasar como un vendaval.

Pero Elisa no escuchó, o fingió no hacerlo. El sonido de su respiración agitada y el retumbar de sus propios pasos acallaban todo lo demás.

Subió las escaleras hacia su habitación, dejó caer el maletín en la cama sin siquiera quitarse los zapatos, y salió de nuevo, cerrando la puerta con un golpe seco.

El bosque la llamaba.

No podía esperar más.

Durante todo el día, mientras la mente de Elisa estaba ausente en clases, había repasado lo que haría cuando volviera a ver a Alignak. Una y otra vez había ensayado las palabras, las preguntas, las confesiones que tanto deseaba liberar. Pero ahora, a tan solo unos pasos del claro, el pánico y la ansiedad se apoderaron de su cuerpo. Todo lo planeado se desvanecía de su mente.

Entonces lo vio.

De pie sobre el tronco caído, Alignak sostenía una hoja entre sus dedos, observándola con calma, como si aquel gesto sencillo fuese digno de toda su atención. Su silueta, bañada por la luz del sol que se filtraba entre las copas de los árboles, parecía una visión arrancada de un sueño. Su cabello plateado ondeaba con suavidad en la brisa cálida de la tarde.

Demasiado hermoso. Y dolorosamente lejano.

El corazón de Elisa se encogió, una punzada la atravesó como si la imagen que tenía frente a ella, tan fuera de este mundo, confirmara todo lo que temía. Tragó saliva con dificultad, luchando por mantener el paso. Su cuerpo, traicionero, titubeó. Las piernas le flaquearon, haciendola tropezar y sostenerse del abeto más cercano. El crujido de las ramas llamó la atención de Alignak, quien giró la cabeza con elegancia, dejando caer la hoja al suelo.

—Elisa —dijo, con esa voz suave que parecía envolverlo todo.

Descendió del tronco y se acercó a ella. Sus pasos eran tranquilos, seguros, como si el tiempo le perteneciera. Cuando al fin estuvieron frente a frente, la contempló en silencio. Su mirada recorrió cada rincón de su rostro hasta detenerse, con un brillo curioso, en su cabello.

—Hola... —su voz llevaba una tenue nota de sorpresa y reconocimiento—. Tu cabello... —Alzó la mano y tomó un mechón entre los dedos. En el proceso, rozó su mejilla con el dorso de la mano.




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