Acostado en mi cama, mientras intentaba dormir, solo podía repetirme que debía ser paciente. No sabía cuánto tiempo pasaría hasta volver a ver a mi querida Lorelei, pero lo haría.
Pasara lo que pasara. Mientras tanto dejaría que Cloe me enseñara a utilizar el poder que había heredado de mi padre. Francamente, me emocionaba. Era hijo de un dios, no un simple humano. Tenía algo especial y, además, alguien en quien confiar... o eso esperaba. Padre tenía razón; Cloe parecía comprometida en cuidarme y guiarme, y a pesar de lo que mi madre pudiera pensar de ella, a mí me agradaba.
El problema que ahora me aquejaba era que me costaría trabajo pasar desapercibido. En unas horas, la casa tendría nuevos habitantes, los Vera. Creía que sería fácil despistar a los dos ancianos por las noches, pero, ¿qué pasaría cuando llegaran su sobrina y la hija de esta? Tendría que andar con más cuidado.
Tiempo al tiempo, me repetía mientras el cansancio me vencía y los párpados se cerraban lentamente. Ya me las arreglaría.
Un ruido seco me despertó de golpe, acompañado de un horrible dolor de cabeza por la falta de sueño. Miré por la ventana: el sol apenas comenzaba a asomarse en el horizonte. Me acomodé para seguir durmiendo, cuando el mismo sonido volvió a escucharse, esta vez más claro. Gruñí, molesto, y salí de mi habitación. La luz del pasillo estaba encendida, al igual que la de la habitación de mi madre. Me asomé, pero ella no estaba allí. Un nuevo golpe, más suave, resonó claramente desde el recibidor.
Bajé las escaleras. Ahí estaba mi madre, con su bata de lana, recibiendo a los ancianos. Arturo dejó caer la última maleta sin el menor cuidado, haciendo que el sonido retumbara por toda la casa. Luego alzó la vista, me vio y soltó una risa despreocupada.
—¿Te he despertado, muchachito?
—¡Arturo! —Lidia le clavó el codo en las costillas, en un regaño juguetón. Mi madre sonrió.
En ese instante supe que mi calma había terminado. Los miré a los tres, sonrientes, tan frescos como si no fueran culpables de haberme arruinado la madrugada.
No dije nada. Solo los observé desde lo alto con semblante de pocos amigos, calculando cada gesto, cada mirada, intentando medir sus intenciones. La forma en que se movían, tan seguros, tan abiertos, me resultaba extraña. Ellos tenían un tipo de familiaridad que no entendía; Mi madre se veía radiante encajando perfectamente con la calidez que Arturo y Lidia proyectaban y a pesar de tenerlos frente a mis narices, en mi hogar, resultaban lejanos para mi.
Regresé a mi habitación arrastrando los pies y me dejé caer sobre la cama con la esperanza de recuperar algo de sueño; necesitaba estar descansado para mi encuentro con Cloe más tarde. La esperanza se desvaneció pronto al escuchar cómo subían las escaleras arrastrando las maletas, riendo entre comentarios que no lograba escuchar con claridad. Por un instante, me sentí como un espectador de una escena que no me pertenecía.
El día resultó ser demasiado largo. Mi tutor llegó una hora después de que los Vera terminaran de instalarse y, para mi desdicha, impartió sus lecciones de la forma más aburrida y monótona posible. Observé cada movimiento, cada palabra pronunciada, calculando cómo distraerme sin levantar sospechas. Agradecí a los dioses cuando, por fin, miró su reloj y concluyó su horario. Sin embargo, mi jornada apenas comenzaba.
Tras la comida, Arturo me utilizó como ayudante para reacondicionar el patio central. Al principio intenté rechazarlo; la idea no me había gustado. Pero una severa mirada de mi madre bastó para que mi negativa se desvaneciera.
—Desde la raíz, muchacho. Con fuerza. —Jaló, y la hierba cedió fácilmente, raíces cubiertas aún por tierra húmeda. Era un hombre mayor, pero su cuerpo conservaba más fuerza de la que aparentaba. Lo imité, y con un tirón decidido, la hierba salió. Caí hacia atrás por inercia; él se rio y continuó sin más. Yo me incorporé, esbozando una leve sonrisa. Aquella calidez, aunque mínima, me resultó reconfortante, aunque ni siquiera yo me lo admitiera.
Cuando el sol comenzó a ocultarse, el terreno estaba completamente deshierbado. Mis brazos y piernas dolían, mis manos estaban llenas de rasguños y ampollas que ardían bajo el agua caliente de la ducha. Aun así, sentía alivio: mi cuerpo agradecía la actividad, y mi mente, la sensación de compañía silenciosa.
Después de cenar, alentado a romper lentamente la barrera con los Vera escuchando sus historias junto a mi madre, subí a mi alcoba. Me dejé caer sobre la cama, agotado, pero mi mente permanecía despierta, alerta, planificando lo que seguiría y había esperado durante todo el día. Cuando el reloj marcó por fin la medianoche, me levanté con deliberada calma, tomé mi abrigo y me escabullí fuera de casa, listo para mi primera instrucción con Cloe.
—Justo a tiempo, cariño —dijo ella, dirigiéndome una sonrisa al verme llegar al borde del bosque.
Le devolví el gesto y caminamos juntos. Sentía sus pequeñas miradas furtivas, el roce de su curiosidad recorriéndome la piel. Mantenía las manos tomadas detrás de la espalda, y el silencio entre nosotros se volvió tan denso que comenzó a incomodarme.
—¿Por qué me miras tanto? —refunfuñé sin apartar la vista del camino.
Sus labios se curvaron con un dejo de diversión.
—Te ves fatal —dijo, conteniendo una risa—. ¿Qué te pasó?
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Editado: 22.10.2025