En los ojos de la luna

Capítulo 9

Pasé toda la semana entrenando mi poder junto a Cloe.
A pesar de no dormir lo habitual, sentía mi cuerpo y mi mente más activos, más vivos que de costumbre y estaba enfocado totalmente en mejorar mi habilidad para ayudar a más almas que necesitaran encontrar su camino.

Había progresado a pasos agigantados, según palabras de Cloe.

Ahora era capaz de atraer almas errantes con mayor facilidad, no solo de animales, también de personas y de vez en cuando, algún elemental. Todos llegaban con historias distintas, con energías únicas.

Incluso había aprendido a desprender una parte de mi alma y viajar astralmente, dejando atrás mi cuerpo físico por un periodo de tiempo limitado. Gracias a eso acompañaba a Cloe en la búsqueda de almas que no respondían a mi luz en el bosque: almas rebeldes, perdidas, que causaban estragos en distintos planos y rincones de este mundo.

Con el paso de los días, terminé clasificándolos en cuatro categorías:

Los blancos: almas puras, que habían vivido rodeadas de amor y sin arrepentimientos. Sus muertes, por lo general, habían ocurrido de forma natural, sin dramas ni tragedias; solo que no se habían dado cuenta aún y, por ello, seguían errando. A ellos podía transmutarlos fácilmente, sin desgaste energético, convirtiéndolos en luz que Cloe luego guiaba hacia la reencarnación a través de lo que llamaba el puente boreal.

Los grises: almas inquietas, atormentadas, incapaces de trascender en paz porque algo las ataba todavía al mundo: remordimientos, deseos inconclusos. Cualquier cosa que no habían cerrado en vida. No era mi tarea favorita.

Cloe me enseñó a sanar sus cargas, a entrelazar mi energía con la suya para aliviar el peso que arrastraban. Era, en cierto modo, un terapeuta espiritual. Pero su aflicción me agotaba. Muy frecuentemente, su tristeza se quedaba dentro de mí por horas, incluso días. Solo cuando alcanzaban un estado de equilibrio podía guiarlos hacia la luz.

Aunque no siempre los ayudaba a llegar a ese estado. En gran cantidad de ocasiones, sus deseos egoístas o remordimientos me hacían ver lo injustos que habían sido en vida, y seguían siendo aún después de muertos. No me parecía equitativo gastar mi luz en ellos. Prefería librar al mundo de almas vacías como aquellas. En esos casos, optaba por otro camino: convertir sus almas en alimento. Energía útil para mí, para Cloe y para los seres que vivían bajo el dominio de mi padre y la influencia de la luna. Era más sencillo, más útil a mi parecer, y a Cloe parecía gustarle que lo hiciera así.

Después venían los oscuros: seres cuyas almas habían sido corrompidas en vida y que ahora vagaban buscando un cuerpo al cual aferrarse. Parásitos energéticos.

No solo drenaban la vitalidad de sus anfitriones, también los influenciaban, empujándolos a repetir los mismos actos inmorales que cometieron en vida: robos, abusos, asesinatos. Lo peor de lo peor.

Según Cloe, los oscuros eran atraídos especialmente por dos tipos de seres: los que ya estaban podridos por dentro —mentes corrompidas por naturaleza—, y aquellos más vulnerables, atravesando momentos tan desdichados que su voluntad comenzaba a resquebrajarse.

Ahí encontraban su entrada. En la herida abierta.

Se adherían, se alimentaban y poco a poco inundaban los pensamientos de sus víctimas con ideas oscuras y aberrantes.

A estos no había otra opción que eliminarlos. Como aún no podía hacerlo por mi cuenta, solo me encargaba de atraerlos. Alteraba los patrones de mi luz para llamar su atención. Cuando bajaban la guardia, Cloe los atacaba con sus sombras, debilitándolos lo suficiente para que yo pudiera absorberlos y usarlos como alimento.

Fué durante mi segundo día de entrenamiento que tuve la desdicha de toparme con uno de ellos. Lo encontramos manipulando a un padre, envenenando su mente de tal manera que estuvo a punto de ahogar a su propio hijo —un niño apenas unos años menor que yo— en la tina de su baño.
Por fortuna, llegamos a tiempo.
Cloe arrancó al parásito de su cuerpo antes de que el hombre completara el acto.

Por algún motivo, la energía que emanaban los oscuros —aunque densa y desagradable— fortalecía mis poderes de forma gradual. Cada vez me resultaba más fácil alterar mis patrones, usarlos para mi defensa en caso de ser necesario y también el desprenderme de mi cuerpo físico para viajar al plano astral era más rápido. Al terminar de consumirlos, una oleada de adrenalina recorría mis venas, haciéndome sentir invencible, lleno de poder.

Pero tenía un precio.

Su energía se mezclaba con la mía, devorando parte de mi luz, tejiendo en ella hilos de oscuridad que despertaban en mí una desesperación latente. Pensamientos intrusivos se adherían primero como susurros dentro de mi cabeza y luego, como voces que gritaban frenéticamente.

Por eso no podía absorber más de dos o tres por noche. Después de eso debía regresar a mi cuerpo físico, quedarme sobre el tronco y dejar que la luz de la luna depurara mi energía.

Cloe me había advertido de los estragos que podía causar absorber más de lo que mi alma podía soportar. Aún no controlaba del todo mi poder, y mi naturaleza mortal dependía de la luna para purificarse y recargarse.

Correr ese riesgo habría sido un suicidio. Esas almas podían contaminarme desde dentro. Torcer mis pensamientos. Influenciar mis acciones.




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