En los ojos de la luna

Capítulo 10

Volví a casa cuando el sol apenas comenzaba a asomarse entre los árboles. Entré sin hacer ruido a mi baño para limpiarme la cara y las manos. Me quedé un momento viendo mi reflejo en el espejo, la sangre seca de Cloe en mi barbilla me hizo sentir un escalofrío que me revolvió el estómago al revivir la imagen de su pierna maltrecha y su carne colgando de ella. Sacudí mi cabeza intentando borrar la escena y me tiré una buena cantidad de agua helada que de inmediato se tiño de carmín, repetí el proceso hasta que el agua saliera totalmente limpia.

Cambié mi ropa manchada de tierra y los rastros de sangre por una pijama limpia y cálida.
Tenía que esconderla antes de que mi madre la viera. No podía permitir que hiciera preguntas para las que aún no tenía respuestas. Así que oculté la evidencia en una caja, y la enterré en lo más profundo de mi armario. Me metí en la cama, con el cuerpo agotado por el estrés y los pensamientos aún encendidos. Por suerte, era sábado; no tenía tutorías.

Podía darme el lujo de despertar más tarde... o eso creía.

Apenas habían pasado un par de horas desde que me quedé dormido cuando algo irrumpió en mi habitación de forma poco habitual.

Entre sueños, escuché la puerta abrirse lentamente. Sentí una presencia. Algo —o alguien— me observaba con insistencia, ejerciendo una ligera presión en el borde de mi colchón.

La cama se hundió despacio. Pude percibir una respiración leve, casi calmada.

Desperté de golpe, abriendo los ojos con brusquedad y recargándome contra la cabecera. Un escalofrío me recorrió la espalda al pensar que aquel rojo había vuelto por mí.

Lo primero que vi, al enfocar la mirada, fueron un par de ojos color miel, brillantes, fijos en los míos, enmarcados por una nariz pequeña, redonda y cubierta de pecas.

Fruncí el ceño, confundido y molesto. —¿Quién eres? ¿Y qué haces en mi habitación? —farfullé.

La intrusa se enderezó con calma, revelando su delgada figura. Era una niña, joven, con una sonrisa que me incomodó por lo segura que parecía de sí misma. —Tú eres Cast, ¿cierto? —dijo—. Mi mamá me dijo que serías mi amigo.

—¿Tu mamá? ¿Quién es tu mamá?

Me encontraba demasiado confundido, ¿quién era esa niña?, ¿quién era su madre? y ¿por qué se atrevía a entrar a mi habitación de esa forma?.

Ella abrió la boca, a punto de responder, cuando unos pasos apresurados se escucharon desde el pasillo.
Mi madre entró en la habitación, acompañada de una mujer de edad similar a la suya.

—¡Clara! —exclamó la mujer con reproche—. Te he dicho que no puedes escaparte así, es de mala educación.

—No te preocupes, Ester, no pasa nada —dijo mi madre, con una sonrisa apenada intentando suavizar la situación—. Clara solo quería conocer la casa.

La miré con expresión inquisitiva, esperando una explicación.

—Cast —añadió con un tono apaciguador al notar mi semblante—, ellas son Ester y su hija Clara... la sobrina y la nieta de mis tiitos, ¿recuerdas que comentaron que vendrían a vivir con nosotros?.

Ya había pasado una semana desde que inicié mi entrenamiento, lo que significaba una sola cosa: era el momento en que esas dos mujeres se mudaran a la mansión, con tanto en mi cabeza, especialmente la conmoción de lo ocurrido con el rojo y Cloe esa madrugada no había pasado por mi cabeza su llegada.

Recorrí a Clara con la mirada. Su pose altiva y segura en ese cuerpo delgado y estirado, su completa falta de modales. Sentí un nudo en el estómago, una punzada de fastidio que ascendió por mi pecho. No necesitaba más para confirmar lo que ya temía: sería un problema andante.

Tenía la certeza de que no quería ser su amigo. De hecho, no quería tenerla cerca. Su presencia sería un fastidio. Un obstáculo para mi entrenamiento. Un estorbo en mis encuentros con Cloe.
Y eso era algo que no podía permitirme.

Necesitaba concentrarme lo más posible para hacer mi trabajo a la perfección: ayudar a las almas a trascender y mantener satisfecha a Cloe, para que me diera algún indicio de cómo se encontraba Lorelei.

Me levanté de la cama, arrojando las cobijas a un lado. Incliné la cabeza hacia Ester a modo de saludo, tan cordial como me lo permitía el disgusto de haber sido despertado —y peor aún, el hecho de que hubieran irrumpido en mi cuarto como si nada.

Tomé mi abrigo del perchero en la entrada de mi habitación y pasé entre Ester y mi madre, quien me miró con una sonrisa apenada, una disculpa silenciosa dibujada en el rostro.

—A Cast le gusta tener su espacio —explicó mi madre a ambas mujeres cuando yo salía por el pasillo —. Siempre pide que toquen antes de entrar. Deben entenderlo... pero es un buen chico.

Ester miró a su hija con gesto severo. —Te lo dije, señorita, debes cuidar tus modales aquí.

—Pero mamá, tú dijiste que ese chico sería mi amigo...

—¡Clara! Eso no quiere decir que puedas irrumpir así en su habitación. El pobre niño estaba dormido, debió llevarse un buen susto. De ahora en adelante, debes respetar y tocar antes de entrar. ¿Entendido?

Clara salió de mi habitación refunfuñando, mientras yo me refugiaba en el patio central. Dentro de la casa, Arturo y Lidia ya comenzaban con las tareas domésticas. Había más ruido de lo habitual; seguramente se encontraban animados ahora que sus familiares estaban con ellos.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.