En los ojos de la luna

Capítulo 12

Por la mañana escuché ajetreo en la parte inferior de la mansión, salí de mi cuarto y para mi sorpresa Clara no me esperaba sentada frente a mi habitación con la espalda recargada en la pared como ya era costumbre, alcé la ceja confundido, desde que habíamos entablado amistad no había día que no despertara más temprano para esperarme siempre en la misma posición.

Bajé las escaleras aún soñoliento y me dirigí a la sala principal, donde el sonido era más fuerte. Para mi sorpresa todos me esperaban. Recibiendome con serpentinas y gritos de felicitaciones. Era mi cumpleaños y no lo había recordado. La habitación estaba decorada con globos en combinación negra, blanca y dorada en un arco y distribuídos por todos lados, había también flores frescas que Lidia y Ester habían recogido del invernadero para mi y un gran pastel dispuesto en una mesa al centro de la sala. Clara corrió y me abrazó, mi rostro quedaba en su cuello debido a su altura, se movía de un lado a otro meciendo mi cuerpo. Me quedé quieto, con los brazos a los costados, rígido.

—Regla número uno. —dije entre dientes.

Ella se apartó de mí rápidamente.

—Lo... lo lamento —sus labios se retorcieron en una mueca apenada.

Suspiré y la abracé sin acercar demasiado mi cuerpo. Le di unos golpecitos en la espalda, y ella pareció emocionada.

—No te acostumbres. Es solo por esta ocasión —le dije al separarla de mí, en tono amistoso.

Al apartarse, me entregó una pequeña caja negra. —Feliz cumpleaños, enano. Espero que te guste.

—Gracias. —respondí sorprendido, mirando la caja entre mis manos—. No esperaba nada de esto.

Sentí mis ojos cristalizarse; una extraña mezcla de melancolía y dicha me envolvía. Miré a mi alrededor. Madre, Lidia, Arturo y Sara se acercaron uno a uno para felicitarme. Las tres mujeres me estrecharon entre sus brazos con ternura, mientras Arturo solo me dio un golpecillo en el brazo, como de costumbre. Sonreí, frotando el lugar donde me había golpeado.

—Antes de continuar —dijo mi madre—, ve a darte una ducha y arréglate. Hoy será día de celebración. Te dejé un regalo en tu vestidor.

—Bien —respondí, recuperando la compostura.

Subí con entusiasmo a la planta alta, directo al vestidor. Dentro encontré un conjunto hermoso de pantalón oxford, camisa negra y un abrigo de lana del mismo tono. Me acerqué para tomarlo, dejando que mis dedos recorrieran las fibras. Sonreí satisfecho. Sería mi primer cumpleaños rodeado de más personas con las que comenzaba a crear un vínculo. No solo mi madre, también Clara habían pensado en mí y habían preparado obsequios.

Guardé la pequeña caja que Clara me había dado en el bolsillo del abrigo. Sentía curiosidad por abrirla, pero quería hacerlo en su presencia; sería lo justo.

Después de arreglarme, bajé nuevamente para reunirme con ellos. Pasamos el día comiendo, riendo, jugando y abriendo mis regalos.

Los señores Vera me habían obsequiado un libro nuevo, una novela de fantasía que me había llamado la atención semanas atrás, durante una visita al centro de la ciudad. Ester, por su parte, me había tejido una bufanda y un par de guantes. Ahora entendía en qué había invertido su tiempo desde que empezó a aprender a tejer con unas revistas viejas que encontró mientras limpiaba el despacho de mi madre.

En mi mente pensé que usaría solo la bufanda —el clima lo ameritaba—, pero los guantes eran horribles.
Aun así, le agradecí con amabilidad.

—Bueno, bueno, ya es hora de que abras el mío, ¿no crees? Fui la primera en dártelo. —Clara se cruzó de brazos sobre la mesa, mirándome con expectación.

—Sí, sí, está bien —respondí, dibujando una media sonrisa mientras sacaba la caja de mi bolsillo.

Con las manos apoyadas sobre la mesa, hizo un redoble con los dedos mientras sonreía y ahogaba un chillido de emoción.
Halé con cuidado la punta del lazo que la decoraba y levanté la tapa. No pude evitar abrir los ojos de par en par y sentir cómo mi sonrisa se desvanecía.
Era un broche de plata en forma de peonía.

La miré, perplejo.

—¿Pero... cómo?

—He notado que ves mucho esa flor disecada y vieja en tu cuarto. Supuse que era tu flor favorita, así que investigué cuál era. Bueno... más bien un día la tomé sin tu permiso para preguntarle a mi abuela qué tipo de flor era. —Sentí un golpe directo al pecho. Fruncí el ceño al escucharla—. ¡Oh, vamos, enano! No me mires así. Ahorré todo el dinero que mis abuelos me han dado durante los últimos tres meses para poder comprártelo.

No pude pronunciar palabra. Solo la observaba, confundido, molesto.
Me había visto contemplar la flor que Lorelei me dio antes de despedirnos.
Peor aún, había sido capaz de entrar en mi habitación sin permiso, de tomarla, de profanar el resguardo donde la mantenía a salvo, entre las páginas del libro donde descansaba.

Ella no sabía lo que esa flor significaba para mí... y aun así, ahí estaba. Entre mis manos, ahora convertida en un obsequio suyo.

Me levanté abruptamente de mi asiento.
—Lo siento... con permiso. —Salí sin decir más, dejando a todos confundidos y en un silencio incómodo. Me encerré en mi habitación, arrojé el broche dentro del cajón de mi escritorio cerrándolo con fuerza.




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