En los ojos de la reina

Capítulo 36: Al despertar

Las cosquillas de unos dedos dibujándose sobre la palma de mi mano en un par de círculos, zigzag y ondas me despertaron. Con algo de pereza mis ojos observaron a Faustino en la escena quien me recibió con una cálida sonrisa.

—Creí que no despertarías jamás —las palabras de mi amigo me hizo girar la cabeza en dirección a la ventana y notar un creciente amanecer.

—Aún es de día —intenté descifrar la hora mientras me reincorporaba.

—Del siguiente —me aclaró.

—¿Cómo? —su respuesta provocó querer levantarme de la cama, pero desistí al sentir que todo a mi alrededor giraba.

—Tranquila, te diste un buen golpe en la cabeza. Lamento no haberte salvado de eso —me sobé la zona al tiempo que palpé una protuberancia en ella.

—No duele tanto, pero tú... recibiste toda la explosión y luces bien.

—Gracias, olvidaste fuerte, inteligente y extremadamente apuesto también —reí ante su característico sentido del humor—. En realidad no fueron más que unas cortadas en la espalda por los vidrios, pero ya no me aflije como antes. Supongo que tantos desolados días en los sembradíos me hicieron resistente. He tenido peores momentos, créeme.

Asentí con cortesía, mientras retiraba la sábana de mis pies para plantarlos en el suelo de madera que combinaba en perfección con la construcción en dónde me encontraba.

—Dime que no me has estado cuidando todo este tiempo.

—Siento decepcionarte Ann, pero no, aunque Hozer sí que lo hizo. No durmió ni un poco. Lamentará haberme dejado aquí a tu cuidado cuando justo despertaste. Anda, preparó esto para ti.

Le vi reincorporarse de la silla y ofrecerme una taza de la mesa que poseía aquel pequeño cuarto.

—¿Qué es?

—Solo tómalo, te hará bien —me senté en aquel catre que ejercía un ruidito al moverse. La infusión era amarga e insípida. Gesticule tan pronto pasa por mi garganta causando que Faustino sonriera.

—Debo irme.

—No hasta que te acabes eso.

En realidad yacía deshidrata, así que lo bebí hasta el fondo. Seguido de acabarlo, pensé en que debía dirigirme al palacio donde las responsabilidades que esperaban. Llevaba fuera un día. Me conservé en silencio pensando en todos los posibles problemas en los que me enfrentaría de no ser que mi amigo decidió romper mis pensamientos.

—¿Quién te lo dio? —su mano señaló mi tobillo donde se encontraba la pulsera roja qué con fervor todavía mantenía.

Era claro que no podía llevar conmigo el collar de mi madre, pues aunque no fuera muy ostentoso, no me arriesgaría a perderlo. Lo mismo con el reloj de mi padre obsequiado antes de morir. Ambos eran demasiado antiguos y correspondían a un afecto sentimental que no me atrevería ponerlos en peligro. En este momento solo porto uno de ellos, siendo que yazco confinada en este frio interrogatorio debajo del palacio, observando cómo transcurre el tiempo. El mismo tiempo que se me agota al igual que la vida misma.

—Siempre lo llevas contigo. Acaso nos los dio nuestro amigo el mudo.

—No, es un obsequio de mis hermanos.

—Oh —dijo pensativo—. ¿Qué se siente?

—¿Sentir qué?

—Tener hermanos.

—¿Define hermanos? —pregunté con una sonrisa ante el recuerdo de la frase que alguna vez me dijo.

—Sabes a lo que...

—Lo sé, Faus —tomé su hombro—. Es como tener otra versión de ti que deseas proteger. Es saber que existe alguien que permanecerá incondicionalmente a tu lado, incluso con todos los defectos poseídos en uno —sus ojos eclipsaron con los míos—. ¿Alguna vez has querido dar y hacer todo por alguien? —mi amigo únicamente fue capaz de elevar sus hombros ante un recuerdo en mente que añoraba—. Pues yo lo habría dado todo por ellos.

—¿Habrías? —me miró intrigado—. Hablas como si ya no pudieras hacer nada por tus pequeños y no tan pequeños hermanos.

Su comentario me regresó a la realidad. A la mentira. Él seguía creyendo que yo era Ana Robles. Deseé confesarle quien era, sin embargo, no me lo permitió.

—¿Cuántos ciclos tienes? —su cuestión me hizo pensar que nos habíamos salvado la vida el uno al otro en más de una ocasión y no sabía algo tan simple como nuestra edad.

—Diecinueve —continué con mi falsa vida.

—Te ves más joven.

—Buena genética, supongo.

—Pues aún con esa edad no comprendo porqué te comportas de esa manera. Podría preguntarte, pero ciertamente sé que no me dirás nada al respecto. Presiento que ocultas algo y no sé que sea, pero para poseer diecinueve luces algo... consumida.

—Yo...

—No, escucha. No estás bien. Tus ojos se miran cansados y con ojeras. Tienes una herida sanando bastante profunda en tu hombro que no fue hecha por unos de nuestros viajes...

—Cómo es que sabes...

—Y las cosas que decías mientras dormías me hacen saber que no has tenido unos dulces sueños por un largo tiempo —me estremeció que pudiera sospechar de mis culpas al mismo tiempo que agradecía que alguien lo hubiera notado—. Tengo veintiún ciclos y al igual que tú, tuve días oscuros. Hay ciertas cosas de las que no estoy orgulloso. No las olvido ni me acostumbro, pero aprendí a vivir con ello. Con la culpa, el perdón y la soledad. Pienso que mi vida ha sido más trágica que la tuya, pero eso no es impedimento para vivir afligido. Tú todavía tienes una familia que espera por ti, que vive pensando en ti.

Mentira, estaba tan sola como él. Deseé gritarle aquello, pero me contuve. Mi vista se direcciono a la puerta con la leve dolencia a un costado de mi abdomen tras el roce de una flecha. Faustino tenía razón, estaba cansada de pensar, llorar y recordar. La culpa y soledad me abordaban de una forma indiscriminada, siendo que el perdón todavía no me visitaba.

—Déjalo ir tal como una lluvia que lo limpia todo, Ann. Sálvate, porque créeme que nadie lo hará por ti. Al menos no como quieres que lo hagan. Busca una causa. Siempre se puede regresar, así que trae de nuevo a esa chica que no sabía cómo pronunciar mi apellido.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.