En mis sueños

Reconocerte

—Las clases empiezan el lunes. Sugiero que vayas a comprar lo que te haga falta para la escuela.

Lo miré estupefacta. De pronto, el hecho del destierro ya no tuvo importancia. Tampoco que, durante casi dos semanas, me había tenido en arresto domiciliario. Estaba diciendo que fuera sola a comprar. Sus palabras ocuparon mi mente en solo unos segundos.

 

—¿Cuándo dices ve te refieres a que vaya yo sola? —titubeé.

—Sí —respondió con seguridad.

—¿Vas a dejarme salir sola? —Mi padre asintió como respuesta.

 

   Hice la pantomima de recargarme en la pared antes de comenzar a gritar.

 

—¡Mi papá ya no me quiere! ¡Le da igual lo que me pase! —La risa de mi padre fue tan estruendosa que me hizo guardar silencio.

—Fleur, ¿qué haces? —preguntó entre risas.

—¡Un berrinche! —grité imitando a una niña malcriada.

—Tokio es una ciudad segura. Aunque llegaras a perderte, solo tendrías que pedir ayuda y te la brindarían enseguida. Supongo que ya no lo recuerdas, porque eras muy pequeña y estaba muy reciente lo de tu madre, pero ya te perdiste una vez aquí. —Lo miré con cierta incredulidad.

—¿Me perdí?

—Sí —respondió.

—Cuéntame. —Nos sentamos en la sala y mi padre inició el relato.

—Hubo una cumbre aquí en Tokio poco después del accidente. Estabas muy sensible, así que decidí llevarte a un parque para que te relajaras un poco. Jugabas en un cajón de arena y te dije que esperaras, que iría a comprar un bebida a la máquina que estaba cerca, pero, como siempre, no hiciste caso y decidiste intentar seguirme, y terminaste perdiéndote.

»La gerente del hotel en el que nos hospedábamos también llevaba a su hijo a jugar al mismo parque, así que te encontró y te llevó a la estación de policía para llamarme por teléfono, y tu primera odisea en Tokio fue bien librada. —Lo miré con los ojos abiertos por la incredulidad. ¿Por qué no recordaba nada acerca de eso?

»Suficiente de historias. Ve a comprar las cosas. —Sacó su billetera y me dio un billete de diez mil yenes, que miré con cierta sorpresa.

 

—Es demasiado.

—Tómalo, ya entenderás por qué. —Subió corriendo las escaleras y regresó con lo que parecía ser un mapa—. Necesitarás esto. —Colocó el papel doblado en mis manos.

—¿Qué es? —pregunté.

—Un mapa de las líneas del metro de Tokio.

—¿Metro? —grité tan fuerte que hasta yo misma me sobresalté.

—¿Cómo piensas llegar al supermercado? ¿Caminando? En un conbini (minisúper) no tienen las cosas que tú necesitas. Marqué la estación en la que tienes que bajarte para llegar al supermercado.

 

  Se fue caminando con aire de suficiencia. Mi padre parecía estar disfrutando de cada momento de nuestra conversación, y no hacía el menor esfuerzo por disimular. Miré por la ventana. Estaba oscuro, parecía medianoche a pesar de ser tan solo las cinco de la tarde. Mi padre asomó su cabeza por el barandal de las escaleras.

 

—La estación del metro está a quince minutos caminando desde aquí. Al salir toma hacia la derecha y sigue recto. La verás enseguida. Se llama Naka-meguro eki. —La mirada que le dediqué chispeaba ira.

—Como tú digas, papá.

 

Tomé el abrigo, una bufanda y las llaves. Al salir dejé que la puerta se cerrara sola, provocando con ello que se azotara con fuerza. Quería mostrarle de esa manera mi molestia.

 

   Caminé hasta la estación. Jamás lo había visto ser tan flexible y su actitud me preocupaba. Mis pensamientos divagaban. Había estado tan ocupada sintiendo lástima por mí misma que había olvidado llamar a Kenya.  Seguramente estaría molesta conmigo por no avisarla sobre mi llegada. Tampoco había llamado a Yori. Saqué mi celular de la bolsa trasera del pantalón. «Genial», mascullé, no tenía cobertura.

Al entrar en la estación no pude ignorar las muchas diferencias con las estaciones de metro de América. Intentaba deducir dónde tendría que comprar el boleto o si debía introducir el dinero directamente en la pequeña taquilla que estaba justo en la entrada. Nunca había viajado en metro y no tenía ni idea de cómo manejarme. En mi búsqueda de independizarme de mi padre jamás me percaté de lo mucho que estaba acostumbrada a la vida que él me ofrecía. Era triste darme cuenta de lo neófita que era en la vida sin su ayuda. Decidí acercarme a la cabina de policía.




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