En mis sueños

Ven por mí…

Desperté de golpe en una cama. Un dolor profundo me taladraba la cabeza y no lograba recordar lo ocurrido. Me sentía mareada y desorientada. Al despabilarme y querer levantarme, todo el cuerpo me pesó. Miré mis manos y estaban llenas de sangre seca. Al salir de entre las sábanas, me di cuenta de que estaba desnuda. Caminé sosteniendo la sábana enredada a mi cuerpo y me miré en el espejo que se hallaba al fondo de aquella habitación. Tenía un moretón negro en la mejilla izquierda, una cortada que aún sangraba en la frente y el labio inferior roto. No se necesitaba pensar mucho para deducir lo que me había ocurrido aquella noche. «¡Dios mío!», musité. Tenía miedo de confirmar mis sospechas, pero debía hacerlo. Abrí la sábana y observé mi cuerpo cubierto de moretones y rasguños.

 

Me dejé caer en el piso, aterrizando con un golpe sordo de mis rodillas, y comencé llorar. En mi mente comenzaron a aparecer imágenes del ataque, pero no tenían lógica, solo eran recuerdos vagos y nada concretos que, además, se entremezclaban con otras memorias. Intenté forzarme a recordar con claridad, pero la cabeza comenzó a darme vueltas y el dolor que tenía se volvió más intenso. Busqué mi ropa. Al observar que el vestido estaba sucio y manchado de sangre dudé en utilizarlo para salir a la calle, pero no tenía más opción. Mi bolso de mano no apareció. Me vestí lo más rápido que pude y salí trastabillando de aquella habitación.

 

   No tenía dinero para tomar un taxi, así que caminé hasta llegar a casa de mi abuela. La gente en la calle me miraba con repulsión por el estado en el que me encontraba, o al menos yo sentía las miradas acusadoras sobre mi rostro.

 

—Fleur, ¿dónde estabas? —preguntó mi abuela cuando escuchó que la puerta se abrió. Sus ojos bailaron en mi rostro y después se dirigieron a mi cuerpo, me observó de pies a cabeza. Casi se desmaya. Estaba en shock—. ¿Hija? ¿Qué te ocurrió? —dijo con un hilo de voz.

 

   No respondí, solo caminé tropezando con todo hasta llegar a la mesa donde se encontraba el teléfono. Con los dedos temblorosos marqué el número de la Embajada de Francia en Japón.

 

—Necesito a hablar con mi padre —musité. 

—Está en una junta.

—¡No me importa! Dígale que responda, ahora —grité histérica. La mujer hizo caso y escuché el tono de espera.

—Estoy en una junta —susurró mi padre.

—¡Ven a por mí! Por favor, papá, te lo suplico. —El tono de mi voz alarmó a mi padre, quien comenzó a respirar de forma pesada por el auricular.

—Fleur, ¿qué sucede? —preguntó angustiado.

—¡Ven a por mí, por favor! —repetí y comencé a llorar.

—¿Hija? Dime qué es lo que ocurre. —La voz de mi padre sonó aún más alarmada.

—Yo… papá, por favor…, ya no quiero estar aquí —susurré.

—Tranquila, estaré ahí lo más pronto posible. Comunícame con tu abuela.

 

 Lo único que quería escuchar era que vendría. Una vez que esas palabras salieron de su boca, dejé caer el auricular al suelo. Caminé hasta sentarme en la mecedora de mi madre, coloqué mis rodillas pegadas a mi pecho y comencé a mecerme. Mi abuela, que se había quedado hablando con mi padre por teléfono, colgó y se acercó a mí.

 

—¿Qué ocurrió? —preguntó e intentó poner su mano en mi cabeza para consolarme, pero mi cuerpo reaccionó de inmediato. Salté hacia atrás con tal terror que la silla se cayó.

—¡No me toques! —grité.

 

El semblante de mi abuela se descompuso aún más. Volvió a intentar acercarse a mí, pero esta vez salí corriendo hacia las escaleras y me encerré en mi habitación.

 

  Me quité el vestido y lo arrojé al suelo. Miré de nuevo mi cuerpo en el espejo y las lágrimas rodaron por mis mejillas. Tomé un pantalón de deporte y una sudadera. Me recosté en la cama y me quedé quieta, esperando desaparecer.




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