Investigué en internet todo lo que pude sobre cómo llegar a Saitama. Parecía estar de suerte, pues Reira no iría a la escuela, así que tenía la oportunidad para escaparme sin preocuparme de que mi padre lo descubriera. Le pedí a papá que me dejara lejos de la puerta. Fingí caminar para entrar hasta que pude distinguir el auto lejos. Corrí para salir de las rejas del colegio y tomé un taxi. Necesitaba cambiarme el uniforme. Le pedí al taxista que me llevara a Shibuya para comprar ropa y tomar directamente la JR Line.
Casi dos horas después, por fin llegué a la estación Saitama shintoshin. Tomé mi teléfono y revisé el nombre de la estación escrita en la página de internet del estadio. Afortunadamente, no había error, había logrado llegar sin perderme. Caminé a través del puente que conectaba la entrada principal del estadio con la estación. Había sido impulsiva al decidir ir, ahora tenía que pensar cómo iba a entrar y qué iba a decir. Aun si él también estaba buscándome, no era sencillo simplemente llegar frente a alguien y decir: «Hola, te conozco de un sueño y estamos enamorados. Me llamo Fleur Lefebvre y tu canción la escribiste para mí». Seguramente, si alguien escuchaba semejante presentación, seguridad me sacaría a patadas del sitio. Debía pensar con calma cómo manejar la situación.
Me senté en una de las bancas de hierro que adornaban un pequeño jardín frente a la taquilla. Tal vez si pedía hablar con él a alguien del personal o le enviaba una nota —podía escribir alguna de nuestras conversaciones o la canción que escribí para él—, quizá con eso él saldría a hablar conmigo. Pensaba en ello cuando vi a unos chicos saliendo de una de las entradas laterales. Decidí caminar hacia ellos intentando pasar desapercibida, como si fuera parte del personal. Al verme, los chicos dejaron la puerta abierta y esperaron hasta que pasara.
—!すみません!ありがとう. (perdón, gracias).
Hice una reverencia y seguí caminando. Comencé a escuchar las voces de los técnicos y los organizadores. La emoción era incontrolable, no pude evitar pensar que aquel chico al que había buscado desde hacía tanto tiempo estuviera tan cerca de mí, solo nos dividía una puerta y su ignorancia de mi presencia.
En mi mente no dejaba de llamarlo, rogándole que saliera, que me mirara. Parecía una locura, pero tenía la sensación de que, con tan solo hacer eso, él sentiría mi presencia. Solo necesitaba una oportunidad para resarcir mi error, podía escuchar el ensayo al otro lado de la puerta.
De pronto, aquella canción comenzó a sonar. Al escucharlo interpretarla con el mismo sentimiento de siempre, tomé valor y abrí la puerta con fuerza.
—¿Qué haces aquí? —dijo una voz conocida.
—¿Reira? —dije sorprendida al verla.
—¿Viniste a escuchar a mi hermano? —preguntó.
—¿Yori es quien está cantando?
—Sí. ¿Nunca lo habías escuchado cantar?
Retrocedí un paso y me senté. Claro que lo había escuchado cantar, durante once años ha cantado solo para mí en mis sueños, arrullándome, haciéndome sentir segura. Quise decir aquello con el amor que sentía por él, pero las palabras se quedaron solo en pensamientos ligeros que volaban en mi mente como flotan los botes en el mar.
—No puede ser. Si Yori está ensayando, entonces él y aquel chico son… Me niego a creerlo, debe haber algún error —musité. Mi soliloquio estaba fuera de control, ya no podía distinguir entre la voz de mis pensamientos y mi voz real—. No creo que le agrade que haya venido sin avisar —dije intentando explicar mi extraño comportamiento a Reira, quien me miraba como si estuviera a punto de sufrir una apoplejía.
—El pobre lleva toda la mañana mirando hacia la puerta, parecía que estaba esperando a alguien… Quizás a ti —respondió con seguridad.
La miré con recelo, el tono en su voz dejaba más que clara la seguridad con la que pronunciaba aquellas palabras. Pero Yori y yo habíamos tratado con esmero que nadie se percatara de lo que ocurría entre nosotros.
—¿Por qué dices eso? —pregunté.