"En el momento en que nuestros ojos se encontraron, supe que mi corazón había encontrado su hogar"
Continuamos caminando por las calles empedradas, rodeadas de edificios antiguos y faroles que proyectaban una luz cálida sobre las aceras. La ciudad parecía cobrar vida con cada paso que dábamos, y yo no podía evitar sentirme atraída por la belleza que nos rodeaba. Sin embargo, mi atención estaba fija en ella, en la forma en que su cabello se movía con el viento, en la curva de su sonrisa y en la profundidad de sus ojos.
De repente, ella se detuvo y se volvió hacia mí con una sonrisa.
—¿Qué opinas de tomar unas fotos aquí? —preguntó, sacándome de mi ensimismamiento.
Me tomó un momento reaccionar, y supongo que mi sorpresa fue notable, porque ella hizo una expresión extraña.
—Eh, sí, fotos, claro, aquí hay que tomarlas —respondí finalmente, tratando de sonar natural.
Ella se rió y se acercó a mí, sacando su cámara de la bolsa.
—¿Quieres posar como creas mejor o quieres que te guíe un poco? —preguntó, con una mirada que me hizo sentir un poco nerviosa.
—Mejor guíame un poco, yo no sé tanto de esto y quiero que tus fotos salgan bien —respondí, con cierta inseguridad.
Ella sonrió y se acercó a mí, colocándome en posición.
—Veamos, esto no será muy complicado, solo recarga tu cuerpo sobre la pared y ve hacia el lado que creas que es tu mejor lado, ¿okey? —instruyó, con voz suave y calmada.
Hice lo que me dijo, recargándome contra la pared y mirando hacia la izquierda. Notaba cómo ella iba cambiando de posición, supongo que buscaba la mejor toma. De momento, se me daba por cambiar de postura y veía cómo la interrumpía, lo cual me hacía sentir apenada, así que traté de mantenerme lo más quieta posible para facilitarle el trabajo.
Mientras ella tomaba las fotos, yo no podía evitar sentirme un poco incómoda. No estaba acostumbrada a ser el centro de atención, y menos aún frente a alguien por quien empezaba a sentir algo de atracción. Pero ella parecía tan segura y confiada que me sentí un poco más relajada.
—Perfecto, las primeras fotos ya quedaron —dijo finalmente, con una sonrisa de satisfacción.
—¿Del uno al diez qué tal salieron? —pregunté, con un poco de curiosidad y también con un toque de inseguridad.
—Yo les doy un diez, la verdad. Eres buena modelo, ¿no has pensado en serlo? —respondió, con una mirada que me desarmó.
—Sí lo he pensado, sin embargo, mi físico no me convence —dije en voz baja.
Ella negó con la cabeza, con esa seguridad que parecía envolverlo todo.
—Deberías hacerlo, eres buena modelo. Veamos qué otros lugares bonitos encontramos.
Sonreí con algo de alivio.
—Vale, sigamos caminando entonces.
Y así lo hicimos. El silencio que se produjo entre nosotras no fue incómodo; al contrario, fue como una especie de complicidad. Simplemente disfrutamos del paseo, de la belleza de la ciudad y de nuestra compañía mutua. El silencio se convirtió en un lenguaje propio, uno que no necesitaba palabras. Y en ese momento, eso fue suficiente.
Mientras caminábamos, yo no podía evitar notar la forma en que ella se movía. Era como si tuviera un ritmo propio, uno que se sincronizaba con el mío. Me sentí atraída por su energía, por su forma de ver el mundo. Y me pregunté si ella sentía lo mismo por mí.
De repente, ella se detuvo frente a una tienda de flores.
—¿Quieres entrar? —preguntó, con una sonrisa.
—Sí, me encantan las flores —respondí, sintiendo un cosquilleo de emoción.
Entramos en la tienda, y el aroma a flores nos envolvió de inmediato. Ella se acercó a una mesa llena de rosas y las tocó suavemente.
—Son hermosas, ¿verdad? —preguntó, mirándome con intensidad.
—Sí, son preciosas —respondí, con un nudo de nostalgia en la garganta.
Ella se volvió hacia mí y me sonrió.
—¿Quieres elegir una?
—Sí, me gustaría.
Elegimos una rosa cada una, y ella me entregó la mía.
—Para ti —dijo, con una dulzura que me desarmó.
—Gracias —respondí, sintiendo que mi corazón latía más rápido de lo normal.
—Estas dos flores pueden servirnos para hacer unas fotos bonitas. Solo hay que encontrar un lugar con más flores, así todo se verá mejor. ¿Te parece?
—Me parece perfecto, veamos qué lugar encontramos.
Continuamos caminando. El sol se estaba ocultando lentamente, tiñendo el cielo de tonos anaranjados y rosados. La luz del atardecer se colaba entre los edificios, bañando las calles en un resplandor casi mágico. Ella sacó de nuevo su cámara y comenzó a tomar fotos de la ciudad, del cielo, de los reflejos en las ventanas. Yo la observaba, preguntándome cómo era posible que alguien pudiera mirar el mundo con tanta pasión.
Pasamos por un pequeño parque donde los arbustos estaban cubiertos de flores violetas. Ella se detuvo de golpe, con los ojos brillantes.
—Aquí está —dijo, señalando el lugar—. Aquí tenemos que tomar las fotos.
Nos acercamos y ella me indicó cómo colocar la rosa entre mis manos, cómo dejar que la luz del atardecer iluminara mi rostro. Yo obedecía en silencio, dejándome guiar por su voz. Cada instrucción suya sonaba como un secreto compartido.
En un momento, bajó la cámara y me miró fijamente. Su sonrisa se suavizó, y por un instante sentí que el aire entre nosotras se volvía más denso, cargado de algo que ninguna se atrevía a nombrar. Yo aparté la mirada, fingiendo arreglar la flor, aunque lo único que quería era sostener su mirada un poco más.
Ella volvió a sonreír, como si hubiera entendido lo que pasaba, y levantó la cámara de nuevo.
—Última foto, promesa —dijo con un tono suave.
Y fue en esa última foto donde me dejé llevar, sin poses ni instrucciones. Solo yo, con la rosa en la mano, mirándola directamente a ella.
Cuando bajó la cámara, sus ojos brillaban de una forma diferente. No dijo nada, pero su silencio lo dijo todo.