En otra vida si

Sombras del atardecer

El sol comenzaba a descender sobre París, tiñendo el cielo con tonos naranjas, rosados y violetas que parecían pintados por una mano invisible. Las calles empedradas reflejaban la luz cálida, y las sombras de los edificios antiguos se alargaban como si quisieran aferrarse a las últimas horas del día. El aire estaba impregnado de una brisa ligera, cargada con el murmullo de conversaciones, risas lejanas y el inconfundible aroma del pan recién horneado que escapaba de alguna panadería cercana.

Caminábamos lado a lado, Aline y yo, sin necesidad de decir mucho. Había algo en esos silencios compartidos que no se sentían incómodos, sino todo lo contrario: eran como una caricia invisible, un espacio donde las palabras no eran necesarias porque todo se entendía con una mirada o un gesto pequeño. Yo podía escuchar el ritmo de sus pasos acompasados con los míos, como si inconscientemente estuviéramos aprendiendo a caminar al mismo tiempo, siguiendo una melodía secreta.

—El atardecer aquí siempre parece distinto —dijo Aline de pronto, rompiendo el silencio con su voz suave, casi un susurro.

Giré el rostro para mirarla. Tenía los ojos fijos en el cielo, y la luz anaranjada se reflejaba en ellos, haciéndolos brillar como si guardaran en su interior el secreto de todas las puestas de sol. Su cabello se movía con la brisa, enredándose un poco, pero eso solo la hacía verse aún más natural, como si formara parte del mismo paisaje.

—¿Diferente en qué sentido? —pregunté, curiosa por su manera de ver el mundo.

Ella tardó un momento en responder, como si buscara las palabras exactas.
—Es… más lento. En otros lugares el sol se va de repente, casi sin avisar. Aquí parece que se despide poco a poco, como si le doliera marcharse.

Su explicación me conmovió más de lo que esperaba. Yo nunca había pensado en un atardecer de esa manera, pero al escucharla, lo vi con otros ojos. El cielo ya no era solo un espectáculo hermoso, sino un gesto lleno de intención, casi humano, cargado de ternura y nostalgia.

—Me gusta esa idea —respondí con una sonrisa tímida—. Quizá por eso la gente dice que París es la ciudad del amor… hasta el sol se resiste a dejarla.

Aline soltó una risa breve, melodiosa, que hizo que mi corazón se acelerara sin remedio. Esa risa tenía el poder de arrancarme de cualquier pensamiento oscuro y llevarme a un lugar donde todo parecía ligero, posible, eterno.

Seguimos caminando hasta llegar a un pequeño puente que cruzaba un canal secundario del Sena. No era de esos puentes famosos que los turistas abarrotaban con candados del amor, sino uno más discreto, escondido entre calles estrechas y edificios bajos cubiertos de enredaderas. El agua corría tranquila debajo, reflejando los últimos destellos dorados del cielo.

—Aquí es perfecto para unas fotos —dijo ella, levantando su cámara y acomodando el lente con delicadeza.

Yo asentí, aunque una parte de mí se tensó de inmediato. Aún no me acostumbraba a ser su modelo improvisada, y cada vez que me ponía frente a su cámara sentía una mezcla de nervios y vergüenza. Sin embargo, la emoción de estar a su lado, de ser observada por ella con esa atención minuciosa, siempre terminaba pesando más.

—¿Quieres que pose otra vez? —pregunté, intentando sonar ligera aunque mi voz me traicionó un poco.

Ella bajó la cámara y me miró fijamente.
—No, esta vez quiero que solo seas tú. Sin poses. Solo… mírame.

La intensidad de su mirada me dejó inmóvil. Tragué saliva y asentí despacio, apoyándome en la barandilla del puente mientras ella levantaba la cámara otra vez. El clic del obturador resonó en el aire como un latido, uno tras otro, marcando el ritmo de ese instante. Yo no sabía cómo me veía a través de su lente, pero sí sabía cómo me hacía sentir: como si existiera solo para ese momento, como si fuera parte de algo más grande y más profundo que una simple fotografía.

—Listo —dijo después de un rato, bajando la cámara y regalándome una sonrisa satisfecha—. Creo que estas son mis favoritas hasta ahora.

—¿En serio? —pregunté, con un nudo en la garganta.

—Sí. Porque ahí no estabas intentando ser alguien más, estabas siendo tú. Y eso es lo más bonito.

Sentí que mis mejillas se encendían y tuve que apartar la mirada, fingiendo observar el río para no delatar la intensidad de mis emociones. Las palabras de Aline me habían atravesado como una flecha dulce y dolorosa al mismo tiempo. Nunca nadie me había visto de esa manera, como si yo fuera suficiente sin necesidad de pretender nada.

Nos quedamos en silencio unos minutos más, observando cómo el sol terminaba de hundirse en el horizonte. Las farolas comenzaron a encenderse poco a poco, derramando una luz cálida que se mezclaba con los últimos resplandores del día. París se transformaba frente a nuestros ojos, de ciudad diurna bulliciosa a escenario nocturno cargado de magia.

—¿Quieres quedarte un rato más aquí o prefieres seguir caminando? —preguntó Aline, rompiendo la quietud con esa naturalidad que parecía tener para todo.

—Me gustaría quedarme un poco más —respondí sin pensarlo demasiado—. Es… tranquilo aquí.

Ella asintió y se apoyó también en la barandilla, a mi lado. Nuestras manos quedaron lo suficientemente cerca como para que los dedos se rozaran accidentalmente. Ese roce breve, casi imperceptible, bastó para que un cosquilleo me recorriera de la punta de los dedos hasta el pecho.

No dije nada, y ella tampoco. Pero en ese silencio había un lenguaje secreto, un entendimiento que no necesitaba palabras. El puente, el agua, el cielo y las luces de la ciudad parecían cómplices de algo que estaba naciendo entre nosotras, algo frágil pero inquebrantable al mismo tiempo.

El silencio del puente se fue llenando poco a poco con murmullos lejanos de la ciudad que despertaba de otra manera. A lo lejos se escuchaban músicos callejeros afinando guitarras, el tintinear de copas en terrazas, y el paso apresurado de algunos parisinos que parecían no tener tiempo para contemplar nada. Sin embargo, para nosotras, el mundo parecía haberse detenido.




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